Aquella mañana del 23 de noviembre llovía. Ya en el coche comencé a capturar las imágenes que nos iba dejando nuestro recorrido camino del hospital. Serían los últimos recuerdos antes de embarcarme en el complejo numérico que suponía que 1+1 pasaban a ser 3.
Confieso que soy adicta a las fotos, a la fotografía, a llenar álbumes que resuman etapas, que ilustren los momentos de una vida. Y la de Teresa empecé a ilustrarla en el mes de abril con sus primeras ecografías. Así que desde aquel clonk que marcó el inicio del camino, ese día 23, la cámara y yo, éramos todo uno.
Las primeras imágenes: las de dentro del coche y las que recuerdan las gotas que la lluvia iba dejando en el cristal del copiloto. Las mías, las de la emoción, iban por dentro.
Fue un trayecto corto de no más de 15 minutos, tiempo suficiente para no parar de pensar en lo que iba a suceder, en ella: sería ¿morena o rubia?, ¿pequeña o grande?, ¿nariz chata o más bien prominente?, ¿ojos rasgados o almendrados?, ¿dedos largos o menuditos?...
Aquel momento, ese momento, no se olvida. Se queda grabado a fuego en la retina y si cierras los ojos puedes volver a verlo una y otra vez, como si tras las pupilas hubiese una cinta de super 8, de esas que se proyectan sobre la pared.
Su cuerpo desnudo aún conectado al tuyo, su movimiento de manos y pies, la mano de él cogiendo la tuya, dos miradas una sensación y al final ella, con nosotros, envuelta en una manta y trayendo a nuestra vida todo el calor que contenía en aquellos 50 centímetros.
En la habitación la abuela por la que lleva su nombre, ella, que ha sido tanto y que es en nuestras vidas, se enamoró a la primera mirada, viéndola allí tan indefensa, tan pequeñita, tan nueva en la vida. Los demás fueron llegando, uno a uno, poco a poco. En forma de sorpresas que llenaron nuestros días de alegrías a pares. Y de todo eso y de lo demás, ella tendrá su pequeño homenaje en forma de retratos ordenados que le recordarán lo que fue antes de ser lo que es.