Ya estamos a cuatro meses del año y nuestra Teresa es un pequeño torbellino. No me malinterpretéis, es buena a rabiar. Se ha adaptado genial a los horarios de las comidas y del sueño, pero es un bebé en crecimiento y como tal pues no para quieta.
Quiere atención, mucha atención. Que juguemos con ella, que riamos con ella, que la cojamos, que la columpiemos, y ahora estamos empezando agudizar los reflejos más que nunca. Deberían existir pequeños sensores de alerta, como los de los coches cuando dan marcha atrás, en las esquinas, en los enchufes, en los radiadores, en los desniveles y en las cosas pequeñas y punzantes que hay por toda la casa. Ya sé que es una exageración, pero es que cuatro ojos a veces no son suficientes.
Esta semana nos dio un pequeño vuelco el corazón cuando mientras jugábamos con ella, en la alfombra de su habitación, nos encontramos con un pequeño botón de uno de sus trajes, entre sus juguetes. Se había caído allí al ir a guardarlo en su armario. Pero ¿y si lo hubiera encontrado ella en vez de nosotros? Pues a la boca, claro… menudo susto.
Porque ahora lo chupa y lo muerde todo, le encantan las cosas que suenan, que se iluminan y que se mueven. Nuestra pobre Clotilde (una tortuga de tierra) es verla y no salir de su caparazón, diría que incluso corre, porque en cuanto se pone a caminar, pues que va a por ella. Le encanta.
Una de nuestras últimas adquisiciones ha sido un puzzle de piezas grandes y cuadradas de un material blandito, parecido al paviplay, para que cuando juegue sus caídas no supongan un chichón. Y es un gran invento, porque a parte de aliviar el golpe son como mordedores gigantes con los que se entretiene una barbaridad.
Sabemos que esto no ha hecho más que empezar, y nos divierte, a veces nos agota, pero como la clave está en compartir, eso hacemos. Cuando uno ya no puede más, el otro coge el testigo de la diversión de nuestra hija, la mar de a gusto.