Cuando no eres ni de aquí, ni de allí, tienes varias formas de ver tu situación en el mundo. Y a mí me gusta hacerlo desde el punto de vista de la fortuna. Porque siento que justo por esta circunstancia personal, tengo varios lugares en los que sentirme acogida, en los que encontrarme con gente que quiero, en donde disfrutar de sus costumbres, de sus rincones, de sus sabores…
Pero también es verdad que hay fechas que acentúan esta sensación, y ahora estamos a la vuelta de la esquina de experimentar una de ellas. Porque las Navidades siempre movilizan.
Desde que soy muy niña, estas fiestas las he vivido con mucha intensidad, y hasta ahora no ha habido nada que me haya hecho verlas de otra manera. Aunque sí que es cierto, que desde que Jorge y yo nos casamos, la chispa navideña ha decaído bastante, que no es nada terrible, sino más bien una cuestión de desencuentros conceptuales que hemos querido recuperar con la llegada de Teresa.
Con ella la Navidad empezó a ser diferente el año pasado. Fue la primera con árbol. Uno frondoso que a principios de diciembre conquistó nuestra terraza y allí estuvo hasta principios de enero.
Y la verdad es que cuando lo vi con sus luces, su tren en altura, su estrella y sus cajas de regalos, tuve por un momento una vuelta a mi infancia, a las sensaciones de bienestar, a las canciones al ritmo de mi guitarra, a la compañía de mis hermanos, a la cercanía de mis padres.
Y ahora que los adornos navideños vuelven a ocupar escaparates y tiendas allá donde mires, esas sensaciones regresan, y el árbol que en un par de semanas ocupará el mismo lugar que el de hace un año, seguro que volverá a regalarnos instantes para el recuerdo.
*En la foto el árbol de Navidad del año pasado.