A la vista del proyector del proyector bajando del techo de la clase, los niños comenzaron a gritar y aplaudir, volaron papeles por el aire y las risas inundaron el ambiente. Era mucho mejor una película que la clase de ciencias, sin duda; su profesora sonreía mientras les permitía disfrutar de aquel apasionado momento de relax, no tardaría en explicarles que sólo contarían con el proyector como apoyo a la explicación de las lecciones de aquel día, no era día de cine en clase aunque sí de una clase especial.
Al darse cuenta de ello, alguno de los pequeños se enfurruñó e incluso se oyeron algunos suspiros pero su profesora seguía sonriendo, claro que sólo ella sabía que la clase iba a resultar divertida; los niños, al borde de la desilusión, volvieron a reir de nuevo cuando su maestra sacó una bolsa de la cajonera de su mesa y comenzó a repartir gafas de cartón, plástico y colores.
Apagaron las luces y la clase se ensombreció, la luz natural era insuficiente para leer en un día nublado como aquel pero perfecta para la tarea que iban a afrontar; la profesora fue pasando imágenes a golpe de mando en el proyector y los pequeños se ponían y quitaban las gafas entre risas y jugaban viendo como las imágenes cambiaban de color e incluso de forma al ser vistas con las gafas o sin ellas.
La clase pasó volando, transcurrió entre risas y locas imágenes, fotografías que se transformaban ante sus ojos cuando las miraban con las gafas o sin ellas e incluso cuando las miraban dos veces porque también jugaron a aquello de ¿qué ves aquí? y la misma imagen demostraba ser cosas distintas según los ojos que las miraban.
-¡Los ojos nos mienten!- gritó entre risas un pequeño que, además de las gafas de plástico y cartón, se quitaba y ponía sus propias gafas, esas que ponían solución a una severa hipermetropía; esa frase sirvió a la profesora para retomar el control de la clase.
Se encendieron las luces, los pequeños sacaron los libros, buscaron todos la página que les indicaba la profesora y descubrieron una imagen de un ojo en la que se detallaban sus partes y la función de cada una de ellas.
-¡Qué complicado es ver!- dijo un pequeño que se había perdido entre la córnea y la retina y no acababa de entender qué hacía el cristalino; hablaron entonces de la importancia del cerebro para controlar todo lo que ocurría en el cuerpo sin que nos diésemos cuenta.
Justo antes de que sonara la campana que avisaba a niños y profesores de que era momento de salir al patio, una pequeña levantó la mano y se quejó amargamente de cómo sus ojos podían engañarla -te parece que ves una cosa- dijo -y no es verdad... además sin luz los ojos no funcionan...-. La profesora la miró y no pudo contener una sonrisa ante el rostro desconcertado de la pequeña.
-Veréis- dijo la maestra -a veces la luz, los colores o las formas engañan a nuestros ojos del mismo modo que a veces las palabras engañan a nuestros oídos pero hay un truco que no falla nunca para dar esquinazo a esos engaños-; sonó entonces la campana pero los niños permanecieron pegados a sus sillas mirando a la profesora, lo que acababa de anunciar era demasiado interesante, más incluso que el rato matutino de juegos.
-El truco- continuó la maestra -¿imagináis cuál es?- durante unos segundos se podía oir el silencio en el aula -¡el cerebro!- dijo un pequeño desde detrás de sus gafas rojas; la profesora movió la cabeza con gesto afirmativo -así es- confirmó -recordad ésto: se puede engañar a los ojos y también a los oídos pero nunca se puede engañar a un cerebro que mira y escucha con atención y piensa por sí mismo antes de creer todo aquello que oye y ve-.
-No dudéis nunca- añadió mientras los pequeños cerraban los libros y cogían sus abrigos para salir al patio, -que la herramienta más poderosa de la que disponéis es vuestro cerebro, más incluso que los ordenadores, y cuánto más y mejor lo alimentéis- añadió blandiendo los libros de lectura eficaz -más poderoso será-.