Era aquel un domingo profunda e íntimamente cansado, el único posible tras una semana de sustos y disgustos, de sobresaltos, noticias dolientes y futuro incierto. Pero era domingo y ella sólo podía sentirse ya cansada, profunda e íntimamente cansada... Sonaba Luz, como solía ocurrir en sus momentos de triste asueto porque aquellas melodías y aquella voz tan cálida tendían a envolverla y consolarla.
Abre la puerta, no digas nada,
 deja que entre el sol.
 Deja de lado los contratiempos,
 tanta fatalidad
 porque creo en ti cada mañana
 aunque a veces tú no creas nada.
Abre tus alas al pensamiento
 y déjate llevar;
 vive y disfruta cada momento
 con toda intensidad
 porque creo en ti cada mañana
 aunque a veces tú no creas nada.
Preparó café con más parsimonia de la habitual, disfrutando especialmente del momento en el que la cafetera comenzó a dejar escapar sus reconfortantes notas aromáticas; miró entonces hacia el lugar en el que había abandonado su teléfono la noche anterior, y lo hizo sin miedo porque a un móvil con la carga agotada no podía llegar mensaje ni llamada alguna, nada que perturbara el momento que había decidido dedicar a su ánimo cansado.
Sentir que aún queda tiempo
 para intentarlo, para cambiar tu destino.
 Y tú, que vives tan ajeno,
 nunca ves más allá
 de un duro y largo invierno.
Abre tus ojos a otras miradas
 anchas como la mar.
 Rompe silencios y barricadas,
 cambia la realidad
 porque creo en ti cada mañana
 aunque a veces tú no creas nada.
Se acomodó en en el sofá con una taza de café caliente entre sus manos como tantas mañanas de domingo y cerró los ojos un instante... pero la semana retumbaba en su cabeza y, aun sin querer, la visualizaba fotograma a fotograma como si hubiese sido algo ajeno a ella, una mala película de una tarde cualquiera. Abrió de nuevo los ojos a su domingo pausado, a su café caliente y a Luz...
Sentir que aún queda tiempo
 para intentarlo, para cambiar tu destino...
Abre la puerta, no digas nada...
Así era... era sólo cuestión de abrir la puerta a cada nuevo día y lanzarse a él como si no hubiera un mañana, como si ese día fuese el único y el último, como si ser feliz fuera un mandamiento inquebrantable o, cuando menos, intentarlo. Era su credo, su modo de afrontarlo todo, aferrarse a lo bueno, lo bello, lo cálido y lo amable aunque no fuese más que a fuerza de exigirse a si misma una sonrisa más.
Pero no iba a empezar aquel domingo, no aquella mañana de domingo porque las semanas que se volvían un sentir infinito necesitaban su domingo de asueto íntimo, de cerrar la caja de las emociones y recomponer el cuerpo cansado y el alma doliente; merecían un café caliente y un lento paseo, respirar profundo y una onza de chocolate... o dos.
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