No salía de su asombro. ¿Se podía escribir una antología, por breve que fuera, de la literatura en inglés y ni mentar a Mary Shelley? Se podía. ¿Se podía además dedicar varias páginas a su marido, discutido y discutible poeta? Se podía. ¿Qué pensaría la amiga de Lord Byron y esposa de Percy Shelley, hija de Mary Wollstonecraft y William Godwin, autora de Frankenstein y El Último Hombre de tamaño despropósito? A saber... Pero seguro que no le hubiera sorprendido, era la hija de la mujer que había escrito la Vindicación de los Derechos de la Mujer, la hija de una mujer a la que casi idolatraba como se tiende a idolatrar a los que se van pronto sin darnos apenas tiempo a conocerlos. Pero esa era otra historia, no era la historia a la que pensaba dedicar el domingo.
Si por algo le parecía un despropósito olvidar a la Shelley no era tanto por Frankenstein como por El Último Hombre porque, en tiempos de pandemia ¿cómo olvidar una historia, una de las primeras de ciencia ficción, que indagaba en el comportamiento humano cuando la peste lo asolaba todo? Era una peste brutal, ciertamente, porque a su paso no quedaba nada ni nadie, por eso todos huían y lo hacían cuidándose y al tiempo repudiándose ¿y los políticos' ¡anda! que también hablaba la Shelley de las vueltas y revueltas en un gobierno en pandemia...
Pero... ¿es un libro recomendable? le preguntaba su hermana y ella callaba. La otra insistía. ¿Es recomendable o no?. Respondió: pues depende. Se alegró de que aquella conversación fuese telefónica porque así no tenía que ver los ojos de su hermana en blanco, vueltos del revés, ni sus mejillas encendidas como solo se encendían cuando no recibía respuestas fáciles que le ahorrasen el trabajo de tomar sus propias decisiones. Me explico, dijo antes de que la voz de pito de su hermana le llegara en tono de insoportables gritos. Pero se explicó como se explicaba cuando no tenía paciencia.
Si solo quieres abstraerte del mundo, no, no es un libro recomendable. Podía oír el silencio al otro lado del teléfono. Pero a ver, empezó su hermana, y ella empezó a desesperarse porque no tenía respuesta más directa que darle sin ofenderla; es una novela de ficción ¿no? ¿y no es para abstraerse del mundo? ¡ni que fuera Dickens!.
Ah no, eso no, volver a discutir con su hermana los vínculos de la ficción con la realidad o el valor de la ficción para tratar temas reales no era algo que estuviese dispuesta a hacer aquel domingo y, además, si hacía dos minutos no tenía ya paciencia ahora estaba ya harta, solo quería colgar el teléfono; mira, le dijo, el libro va de la peste, de una peste sin cura ni vacuna en la que muere todo el que la pilla ¿si? tú verás si quieres leer algo así ahora o no.
¿Entonces solo va de muertos? preguntó su hermana desconcertada. No, le respondió ella ahora sí rauda y veloz, directa a la boca del estómago, va de lo que hacen los vivos en esas circunstancias, los muertos se mueren y ya.
Uf... qué incómodo, ¿no? digo, no es que esto sea la peste pero se da un aire.
Dejó el teléfono sobre la mesa y agarró su taza de café, ya templado. Qué incómodo, sí, qué incómodo incomodarse ¿total para qué? mejor acomodarse y dejarse llevar ¿al precipicio? tal vez, pero cómodamente ¿verdad, hermana? pensó...
Qué incómodo, ciertamente, qué incómoda la gente que se negaba la incomodarse y qué especialmente incómodo que su hermana fuera una de ellas.