Corrió como alma que lleva el diablo, calzando el miedo como quien calza unas zapatillas y sintiendo que ni aun saliéndosele el corazón por la boca frenaría el paso. No miró atrás, no sentía ni tan siquiera la tentación de hacerlo, tenía un único objetivo, alejarse de aquel puente y dejar atrás lo que había descubierto en la otra vereda del río. Jamás volvería, jamás permitiría que nadie volviera...
Una vez se alejó lo suficiente, se sentó sobre una roca para recuperar el aliento y esperar el sonoro estrendo que avisaba del hundimiento del puente, no se acercaría a verlo, no quería ver de nuevo el camino al infierno ni el puente del diablo hundirse en el río, le bastaba saber que nadie volvería a tomar aquel camino, que nadie se sentiría de nuevo tentado por la luz del otro lado.
Caminaba, más tranquilo, entre el murmullo de los árboles y el sutil repiqueteo de las gotas de lluvia sobre sus hojas, el orballo permanecía retenido en el soberbio techo que componían las copas de los áboles sobre la fraga y escondían en su sombra un mundo de vida y magia, su bosque, su mundo.
Caminó más una hora río abajo, alejándose del corazón de fraga, vio entonces el pequeño puente colgante que ocupaba un solitario pescador, lo cruzó sin miedo, con la certeza de que no era el infierno lo que encontraría al otro lado, sería otro mundo y otras gentes, otra vereda y otra vida pero no y nunca el hogar del ardiente enemigo.
Miró río arriba y volvió los ojos a su puente colgante para volver a mirar río arriba ¿cómo podía ser que dos puentes sobre el mismo río, sin que los diferencie más que unos metros -tal vez un par de kilómetros- fuesen tan diferentes? El pescador, que permanecía impasible con su impermeable verde y sosteniendo su caña, giró lentamente la cabeza y lo miró desde el fondo de su capucha... -No se deben tender más puentes de los que se pueden cruzar- le dijo con un gesto afirmativo y volviendo la atención a su sedal, sin darle tiempo a desearle ni tan siquiera buena pesca.
Llegó a la desembocadura del río, a la playa, se sentó en la arena viendo como el agua que había recorrido su cauce desde la montaña llegaba al mar, a la ría, formando un pequeño remolino que la marea, al subir, engulliría; se fijó entonces en quienes habían tenido la misma idea que él y había tomado la playa a la hora de la merienda; hacía frío pero el sol brillaba en todo lo alto y los niños perfectamente pertrechados con sus gabardinas y sus botas de agua jugaban en la arena como lo hacía en verano, los mayores los observaban y todos se mostraban relajados y tranquilos... felices. Eran gentes de un lado y del otro del río... nadie llegado a través del puente del diablo.
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'Decir que todas las culturas son igualmente respetables equivale a afirmar que da lo mismo cruzar un río por un puente que en balsa o andando por el fondo con una piedra pesada en los brazos'. Fernando Savater.