Se sentó bajo un árbol buscando el cobijo de su sombra no tanto para ella, que ansiaba sentir el calor del sol por dentro y por fuera, como para el par de locuelas que la acompañaban en su paseo, repartió agua y chuches y sacó un libro de su bolso, el del Mago de Oz.
Mientras montaba así, casi de improviso, una sesión de cuentacuentos a la que se sumaron otro par de locuelos que pasaban por allí, se maravillaba ante las ideas que pasaban por su imaginación viendo las expresiones de los niños; por sus caras pasaron risas y sustos, miedos, prisas y alegrías, todo lo que se esconde en los cuentos.
Claro que ella sabía que el Mago de Oz no era un cuento para niños... o sí, pero no había nacido con ese fin y ahora, mientras lo leía por enésima vez no para sí misma sino precisamente para los niños descubría cuanto de realismo no mágico había en él.
Y es que en el Mago de Oz había un gobernante que tenía algo de trilero, tenía que serlo por fuerza porque, en realidad, no era mago aunque, ciertamente, engañar a sus súbditos no debió haber sido cosa difícil, entre ellos había un león de aspecto imponente pero sin un ápice de valor, era como los edificios clásicos que mantienen sus fachadas lustrosas y elegantes y se derrumban por dentro poco a poco; había también un espantapájaros descerebrado y un hombre de hojalata al que no solo le chirriaban los tornillos sino también el hueco en el que no le había crecido un corazón; luego estaba Totó, que era un perro, y por momentos parecía más listo que todos los súbditos del mago trilero juntos y también estaba Dorothy, una niña que sólo quería volver a casa; además estaban las brujas, las buenas y las malas, unas mujeres eternas con las que habían que andarse con ojo porque ellas sí que eran magas.
Cuando llegó al colorín colorado y los locuelos se fueron corriendo al parque, ella caminó tras ellos despacio pero sin perderlos de vista mientras pensaba en aquella sociedad de cuento y de trileros, tontos, cobardes, gentes sin corazón, malvados... Baum se había quedado a gusto escribiéndolo (imaginaba...) y viendo como su sátira disfrazada de cuento se convertía incluso en la película del momento, claro que ya le vino bien porque de todo lo que escribió sólo sus historias de Oz salvaron su economía familiar (aunque esa es otra historia...).
Además eran precisamente los locuelos a los que había leído el cuento de Baum quienes mejor lo habían entendido o eso al menos dedujo de los retazos que le llegaban de sus juegos: uno decía que podías ser valiente si querías, otro que podías ser muy listo si estudiabas mucho y uno más que ser cariñoso es gratis; ella sabía que las cosas no eran tan sencillas pero si lo que en ellos había quedado del Mago de Oz era que si quieres, te esfuerzas y te empeñas, puedes, ya era bastante para empezar; tal vez así a ellos les resultara más fácil, cuando la vida les hubiese enseñado algunas cosas más, descubrir a tiempo a los trileros, a los tontos, a los cobardes y a la gente sin corazón (para huir de ella... o para llevarlos, como Dorothy, al camino de baldosas amarillas en dirección a Oz, el lugar en el que podrán conseguir la inteligencia, el valor y el corazón que les falta...).