Marina (antes Malinche) era ya vieja, no porque contase muchos años, nadie en su época lo hacía, sino porque así lo delataba su piel morena y ajada y el modo en el que había llenado su tiempo de amores y luchas sin cuartel; era todavía guapa, aunque no tanto como sus hijos: Martín se parecía bastante a su padre, Hernán, mientras María era la viva imagen de su madre matizada por la piel blanca de su padre, Juan; no sólo es que fuese vieja sino que se sentía cansada, profundamente cansada, algo que confesaba indistintamente en el idioma de los mayas, en náhuatl y en español, los tres idiomas que hablaba como si fueran propios; sólo había un hombre ante el que no mostraba cansancio ni vejez, Hernán y no porque lo siguiera amando, o tal vez también, quien sabe... sino porque ni el paso del tiempo ni la intensidad de su vida le habían hecho olvidar quien había sido para ella.
Malinalli nació niña bien pero la vida empezó a hacer sus carambolas y cuando no levantaba más que unos palmos del suelo su padre pasó a mejor vida; era todavía niña, muy niña, cuando su madre se casó de nuevo, dio a luz a un varón y, como a los leones en la sabana les molestan las crías ajenas, a su nuevo padre le molestaba Malinalli... Su madre temía verla protagonizando uno de los terribles sacrificios humanos con los que Moctezuma trataba de conjurar un futuro que ya estaba escrito y, entre la muerte y la mala vida, eligió la suerte de la vida para su hija, una niña que se convirtió en esclava.
Ya no era niña, pero seguía siendo esclava, cuando Hernán Cortés llegó a la costa mexicana; cuentan que Hernán fue agasajado con 20 esclavas, 20 mujeres que eran menos que un ser humano, y él aceptó el regalo aun sabiendo que la esclavitud era algo ajeno a España, al imperio cuya bandera defendía; durante un tiempo las esclavas indígenas no significaron gran cosa para él hasta que descubrió que una de ellas, hablaba la lengua de los mayas y también náhuatl. Era Malinalli, Malintzin, Malinche. Y fue desde entonces y por siempre Marina.
Él le había dado su nombre y le había dado un hijo. Y le había dado algo incluso más grande. Su libertad. ¿Cómo negarle sus servicios de traducción? ¿Cómo negar a quienes seguían viviendo como esclavos, como ella había vivido tanto tiempo, la oportunidad de ser libres? Traidora le decían... ¿traidora a quién? Respondía ella entre la ofensa y la rabia infinita ¿traidora a la sangre que me tenía sometida? Que así sea, se decía, pero siempre leal a quien la había liberado.
Hernán la había liberado y le había dado un hijo, Juan se había casado con ella y le había dado una hija; sus hijos eran los primeros mestizos, el comienzo de un mundo nuevo que dejaba atrás la barbarie de los sacrificios humanos y la esclavitud y abrazaba... ¿qué abrazaba? No abrazaba, todavía, apenas nada pero tras la lengua llegarían las universidades y las ciudades coloniales mientras el oro partía en grandes barcos rumbo a España ¿era el precio a pagar por la civilización? No lo sabía, no se atrevía ni tan siquiera a pensarlo, de lo que estaba segura es de que sería la nueva raza, la mestiza, la que tendría que construir un nuevo mundo aceptando lo mejor del viejo, negando lo que había de barbarie en aquellos que habían llegado en barco y a caballo a las costas de su México lindo y aceptando para sí todo lo bueno que portaban.
Aquel día Marina estaba especialmente cansada y sonreía con una placidez extraña, era la tranquilidad de quien se embarca en un viaje al más allá sabiéndose madre de un nuevo más acá.