Se alejó de la ventana y corrió los paneles japoneses que dejaban pasar la tenue luz de una tarde de invierno pero le impedían ver la lluvia que repiqueteaba en los cristales; la lluvia, ese goteo constante de agua que teñía de gris no sólo los días de invierno, también su ánimo.
Era apacible el día
y templado el ambiente
y llovía, llovía
callada y mansamente
y mientras silenciosa
lloraba yo y gemía...
La lluvia era ajena a todo optimismo, no importaba lo necesaria que fuera el agua para la vida ni lo secos que estuvieran los campos, para ella la lluvia estaba íntimamente ligada a los días tristes y oscuros, a los tormentas insoportables y a aquel poema de Rosalía de Castro, uno que los gallegos más nacionalistas trataban de enterrar entre todo lo que los grandes escritores gallegos habían osado escribir en una de las dos lenguas que tenían la suerte de hablar, el español.
Era un poema fúnebre que comenzaba triste al hablar de la lluvia y del llanto, se volvía doloroso al exponer la razón de aquellas lágrimas, la muerte, la muerte de un ser tan profundamente amado como un hijo, se volvía después desgarrador al evocar el atroz momento del entierro, de la separación final y continuaba con una búsqueda desesperada de esperanza, un soplo de aire que permitiera a la autora, a la doliente Rosalía, hacer soportable lo que le quedaba de vida...
¿Qué andáis buscando entorno de las tumbas,
torvo el mirar, nublado el pensamiento?
¡no os ocupéis de lo que al polvo vuelve!...
jamás el que descansa en el sepulcro
ha de tornar a amaros ni a ofenderos
¡jamás! ¿Es verdad que todo
para siempre acabó ya?
no, no puede acabar lo que es eterno,
ni puede tener fin la inmensidad.
Y al final, en medio de mayor dolor imaginable, Rosalía siente la resignación propia de quien acepta la realidad tal como es, no tal como quiere que sea...
Mas... es verdad, ha partido
para nunca más tornar.
Nada hay eterno para el hombre, huésped
de un día en este mundo terrenal,
en donde nace, vive y al fin muere
cual todo nace, vive y muere acá.
Se preparó un té rojo y lo acompañó de una onza de chocolate puro porque no estaba hecho el dulce para la boca del resignado, sonrió a pesar de casi quemarse la lengua con el primer sorbo de té y se apresuró a sacar su libreta de ideas, no podía olvidar apuntar ahí, junto a otras certezas desordenadas, que la resignación no era jamás la rendición, era sólo la aceptación de los imponderables que, afortunadamente, eran menos de los que cabía esperar en un día gris y de cristales mojados. Y por eso, después de leer completo aquel poema que evocaba dolores y ausencias y de recordar que el invierno con su lluvia era un compañero traicionero, cerró el capítulo de los momentos grises, de los imponderables, para centrar su ánimo en lo que podía ponderar, arreglar, amainar, mejorar, cambiar... Sonrió ante los días bellos que estaban por llegar, aunque para vivirlos fuesen necesarios el gorro, los guantes, la bufanda y hasta las botas de agua; si el sol se negaba a iluminar el cielo, iluminarían ellos el suelo cantando y bailando bajo la lluvia... (y el paraguas).
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'Era apacible el día' es un poema de Rosalía de Castro incluido en su poemario, escrito en castellano, 'En las orillas del Sar'; se trata de un poema escrito a la muerte del más pequeño de sus hijos, que no llegó a cumplir los 2 años.