Tomó entre sus manos la postal en la que Marianne empuñaba la bandera francesa por arma y señal, aquella que rezaba al pie Liberté, égalité, fraternité y que utilizaba como marca páginas de sus clásicos libros de papel desde la universidad.
Era domingo por la noche y se había acomodado en el sofá dispuesta terminar la semana viviendo una aventura ajena escrita en un libro cuando la vieja postal la llevó de regreso a un tiempo ya pasado...
Recordaba aquel largo viaje en tren y bolso cruzado que la llevó a descubrir las calles de París, su vida, algo de su glamour y mucho de su arte y magia; tampoco había olvidado el momento en el que descubrió aquella postal en un expositor de un pequeño kiosko y sus alardes gestuales para suplir con el lenguaje de sus manos su desconocimiento de la lengua gala. Estaba todavía viva en cabeza y corazón la convicción de antaño... aunque el paso de los años, las gentes y la vida la habían llevado a suavizar sus pensamientos.
Ya no era ella tan audaz como lo fuera antes porque no era tampoco tan inconsciente e inocente, había ganado en pragmatismo y puesto cierto orden en su emocionalidad aunque ésta parecía tener a veces sus propias razones; y se cuestionaba cosas, muchas, algunas de las que jamás había dudado bailaban en su cabeza entre interrogantes y la hacían sentirse un poco Pirrón en su creciente escepticismo. Y es que su paseo matutino de cada domingo había resultado un tanto decepcionante.
Un tipo pasó a mil por el paso de peatones dejando a un abuelo con el corazón en la garganta y su pequeño nieto sujeto de mal modo por un brazo; una mujer de grandes gafas e, indudablemente, ideas pequeñas, había tirado varios papelitos por la ventanilla de su coche; había colillas en una esquina del arenero del parque y un adolescente desgarbado permitía a su perro pasearse por él dejando en aquella arena, destinada a los juegos infantiles, lo que le resultaba sobrante al bueno del animal; oyó gritos y palabras feas, vio gestos ausentes de belleza y actitudes desnudas de utilidad alguna; descubrió egos tan inmensos como ignorantes y gentes grises que parecieran no tener nada que añadir, vio desidia, desinterés, desgana...
Todo aquello había alentado su indignación y, viendo la postal de la Marianne francesa de Delacroix, pensó que quizá fuera el momento de patronicinar un alzamiento contra la mala educación.
Sonrió ante lo descabellado de su idea aunque, pensándolo bien minutos después, decidió que realmente era así, el mundo necesitaba una revolución tranquila, discreta y silenciosa en la actitud de los buenos; buenos en el más amplio de los sentidos, buena gente, gente buena, audaces, valientes, creativos, ocurrentes, imaginativos, respetuosos, generosos, amables, divertidos, amigables... gente de buen gusto y gusto bueno que se impusiera relegando al ostracismo a tanto feo como campaba a sus anchas por las calles y los campos...
Un sonido conocido la trajo de vuelta a casa desde sus divagaciones... entró entonces en el salón el mayor libertario que nunca conociera...
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