The Sunday Tale

Libérrimo

Érase una vez un cuento libérrimo.

Hay palabras bonitas y otras que no lo son tanto, algunas cuyo significado lo envuelve todo y las embellece hasta el infinito y otras cuyos sonidos combinados sílaba a sílaba las hacen melodiosas y subyugantes, luego están las palabras infinitas, las que suenan como lo que significan, fuertes, sólidas, imponentes, incontestables... palabras como libérrimo, que es la libertad y es el libre en grado superlativo, una palabra que abraza su raiz latina y la eleva hasta el infinito y más allá para referirese a los que no son esclavos ni están presos, a los insubordinados y atrevidos, a los desenfrenados, a los sueltos, a los que tienen la facultad para obrar y para no hacerlo, a los independientes, a los inocentes... a ti si renuncias a ser siervo y te declaras ciudadano.

Se hizo el silencio, un silencio respetuoso, casi místico, el silencio que sigue a la verdad desnuda cuando son los justos quienes la escuchan; ella sonrió para sí mientras esperaba a que le trajesen su comida, seguía sin pisar bares ni terrazas pero ya se había rendido al Take Away, a dejarse de hacer panes, galletas, bizcochos y otras recetas y a comer rico y sano sin pasarse horas en la cocina; una voz juvenil, casi distorsionada, demasiado grande para ser de un niño y demasiado pequeña para ser de un adulto, rompió aquel silencio mágico -pero no es una palabra que se use mucho ¿verdad? libérrimo, digo...-.

Mientras giraba sutilmente la cabeza para ver a quienes rodeaban la mesa de la que le habían llegado aquellos ecos libérrimos escuchó la respuesta a aquella duda, era la misma que había cruzado por su cabeza como un rayo al escuchar la pregunta -no, no se usa mucho, pero debería usarse más-.

Había 4 personas alrededor de la mesa, un hombre, una mujer y un par de adolescentes, disfrutaban de una mañana de terraza, cervecitas, refrescos y tapas de croquetas y calamares mientras ella seguía esperando a que le entregaran lo suyo; el hombre, un tipo bien parecido de mediana edad, era quien había puesto la palabra libérrimo sobre la mesa y el adolescente, el chico, (la chica estaba más atenta a su iphone que a la conversación de la mesa) era quien había constatado el poco uso del vocablo -jo, tía, como mola-; al oir a la adolescente hablar de aquel modo se dio cuenta de que tenía los cascos puestos y estaba disfrutando de una conversación ajena a la de la mesa en la que estaba sentada.

-Querida- dijo la mujer con tono contenido pero sonoramente cargado de ira -te toca-; la adolescente la miró y dijo en tono respondón y casi condescendiente -mamá, lo de jugar a palabras bonitas ya no mola- la mujer respiró hondo y ella contuvo su respiración porque esperaba ver salir, literalmente, hordas de ira por su boca... pero no le dio tiempo, el hombre, que debía ser el padre de la criatura, dijo -eso es porque los padres solo molan cuando eres niño y a veces, solo a veces, cuando ya peinas canas así que no te preocupes y soporta, estoicamente a ser posible, este juego que no mola... te toca poner palabra sobre la mesa y no puede ser jo, mola, ni tía-.

¡Santa paciencia! pensó ella para sí mientras pagaba su comida y escuchaba a la adolescente seguir defendiendo su posición -paso de cultismos, papá- pero entonces fue la madre la que encontró el modo de concentrar su ira en una sola frase -y nosotros de memeces, querida-.

-¿¡me estás llamando mema?!- la conversación parecía subir de tono pero la santa paciencia del padre encontró el camino para evitarlo: -en absoluto, te estamos diciendo que te toca poner palabra sobre la mesa, deja de enredar y hazlo ya-.

Recogió su pedido y pasó justo al lado de la mesa en la que discurría aquella convulsa conversación, vio como el padre completaba su frase poniendo el smartphone de la adolescente boca abajo sobre la mesa, razón de más para que ella encontrara la palabra que le pedían -¡dictadura!- dijo.

-¿Dictadura palabra bonita?- preguntó el hermano con sorna -tú estás chalada-.

Ya estaba demasiado lejos como para que le llegaran ni tan siquiera los ecos de aquella conversación pero, incluso estando ya en casa y dispuesta a disfrutar de su take away, seguía dándole vueltas a lo importante que era hablar bien para pensar bien. Y viceversa.

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