Nada más común ni más difícil que regalar un perfume, pensó; y es que ella no había sido nunca de las que regalaba un perfume sólo por su nombre, su aspecto, su firma o su estar de moda, le gustaba elegirlos, dedicar tiempo a sentir sus notas de salida, corazón y fondo dejando que despertaran en ella sensaciones; eran esas sensaciones las que dibujaban la verdadera esencia de un perfume y las que le decían para quien era perfecto y para quien del todo inconveniente.
Mientras probaba nuevos perfumes se paseaba por la perfumería buscando los que ya conocía, deteniéndose en los trabajados frascos de cristal y dando forma a su esencia, a lo esencial que escondía cada bote, cada fragancia, porque eso era lo que quedaba después del momento estelar y luminoso del primer golpe de efecto de su aroma.
Sonrió pensando que, en el fondo, las personas somos como los perfumes, tenemos nuestras notas de salida, que son algo así como la primera impresión, las de corazón, que vienen después y matizan las primeras cuando no las borran de un plumazo especiado y finalmente llega el fondo, las notas que perduran, las que delatan nuestra presencia aun cuando ya nos hemos ido, las que nos hacen inolvidables para bien... o para mal.
Era ahí, en el fondo, donde estaba la esencia que bucaba, lo esencial; y ese fondo no era más que el ser humano al desnudo, desprovisto de todo aquello que hace de su imagen su persona; y no era difícil llegar a la esencia, sólo había que esperar a que se apagaran las luces del escenario y el mundo mirara para otro lado, a que los fuegos de artificio de las notas de salida se fueran igualmente apagando y no quedara de ellos ni tan siquiera las notas de luz, fuego y corazón; era sólo cuestión de esperar y observar, ver los gestos y las risas, el fondo de los ojos y el movimiento de las manos... y entonces, una vez desaparecía todo lo superfluo, aparecía la esencia de la persona en todo su esplendor y su verdad.
Había gentes cuyo fondo era tan pizpireto y floral como la propia primavera, otras densas y oscuras como los perfumes más sofisticados, las había intensas y también frescas, suaves, fuertes, volátiles, persistentes... las había inolvidables, para bien o para mal, y translúcidas... magnéticas, impertinentes o salvajes... clásicas e incluso ecuestres.
Buscó su libreta y un bolígrafo para añadir una anotación más a sus pensamientos al aire, una de esas que no quería olvidar jamás: la verdad de un ser humano, su esencia, no está nunca en lo que dice que va a hacer sino en lo que ha hecho hasta llegar a decirlo.