Se despertó de madrugada, se sentó de un bote en la cama y sintió su respiración acelerada, el sudor cayéndole por el cuello, aquel extraño picor en la garganta... una tos seca que retumbaba en sus oídos y con una imagen nítida frente a sus ojos, la del hombre que ríe; por un momento se alegró de que que no fuera la parca ni la santa compaña anunciando nada pero la mueca horrible de aquella cara que quería ser risa y era cualquier cosa que puediera pensarse excepto risa, la inquietó más de lo debido llegando incluso a cabrearla.
¿A santo de qué la visitaba en sueños el hombre que ríe? en realidad no era un hombre ni reía, era un monstruo de rostro desfigurado que había saltado de las páginas de un cuento y había inquietado sus sueños allá por su adolescencia ¿a santo de qué había regresado? tosió de nuevo mientras trataba de responder a aquella pregunta.
Estaba en la cocina preparándose un tazón de leche caliente con miel que esperaba aliviase su tos seca y sentía como la ira se removía por todo su ser, trataba de no pensar en la tos y miraba al termómetro con desconfianza, en unos minutos lo usaría, todavía no, no fuera que la ira le hiciese subir la temperatura y la llevara a pensar que... no. La culpa era del hombre que ríe ¿por qué se le había aparecido de nuevo? ¿cómo podía adueñarse de sus sueños y desvelos nuevamente? le había sucedido muchos años atrás, cuando en lugar de limitarse a leer El Guardián entre el Centeno había ido un poco más allá y se había perdido en los 9 Cuentos de Salinger... bastante lo había lamentado entonces y bastantes lecturas habían enterrado aquellas ¿cómo había podido el hombre que ríe escalarlas todas y plantarse ante sus ojos aquella madrugada? ¿cómo osaba...?.
No tenía miel.
Nunca tenía miel. La odiaba. En casa de su madre siempre había. Era la amenaza perfecta a la primera tos, a la primera molestia en la garganta ¡un vasito de leche con miel!. No comprar miel, no tener miel en casa era una de esas pequeñas y absurdas revoluciones que se había permitido cuando se independizó. Y ahora no tenía miel. Y le dolía la garganta. Y tosía.
Quería llorar.
Sabía que su angustia tenía poco que ver con el hombre que ríe pero prefería pensar en él y en su horrible rostro que en su garganta y la tos que no cesaba... Bebió el vaso de leche y, aun sin miel, la alivió un poco; cogió el termómetro y se marchó al salón, se acomdó en el sofá, se arropó con una manta y esperó a que el calorcito que le había regalado la leche amainara. Luego no esperaría más. Se tomaría la temperatura. Con los sientes minutos planificados, se tranquilizó un poco.
Paso a paso, cuando lleguemos al río nos descalzaremos.
Cogió su ipad, entró en twitter y comenzó a sentir de nuevo su gargante reseca porque todas las imágenes que llegaban a su TL le recordaban irremediablemente al hombre que ríe... era como si aquel rostro de pesadilla hubiera colonizado el mundo. Tiró el ipad sobre el sofá, alejándolo de su vista y respiró profundamente tratando de calmarse.
Quería llorar.
El hombre que ríe era un monstruo extraño aun sin ser bueno no llegaba a ser malvado, era el feísmo hecho carne a golpe de dolor y abandono, era la venganza inconsciente, era... era fruto de la imaginación de un joven enamorado al que, cuando se le rompió el amor, no le quedó más remedio que... y así debió caer en el olvido pero a Salinger se le había ocurrido contarnos un cuento, uno de nueve.
37,1.
Ya no quería llorar. Sólo dormir. Ahogar en su duermevela constante a los monstruos y a los miedos y, sobre todo, a hombre que ríe, también su tos y su no fiebre incipiente...