Después de una comida frugal el escribano se recostó en su sillón orejero, junto a la chimenea, y dejó que el sueño lo reconfortara; durmió un rato largo al calor del fuego, tan largo que para cuando despertó ya había caído la noche; se desperezó sin ganas sintiéndose más viejo que nunca pero cuando se levantó para avivar el fuego de la chimenea se sintió también ligero como una pluma, se mantuvo un momento del pie tratando de sentir los dolores de huesos que lo aquejaban desde hacía años pero no podía sentir ni uno, no le dolían las rodillas, tampoco la cadera, se miró las manos y aunque vio sus dedos tan retorcidos como siempre. no sintió ni tan siquiera una leve molestia al encogerlos y estirarlos. Entonces trató de agarrar el atizador y no pudo hacerlo, su mano no podía asir nada... también se dio cuenta de que no sentía los aromas de su hogar.
Giró sobre sus talones con más miedo que vergüenza y se vio a sí mismo plácidamente acomodado en su sillón orejero... -Entonces era esto- pensó -he muerto-. Miró su nutrida biblioteca y su mesa llena de papeles, había trabajos por terminar pero a sus casi 90 años al escribano apenas le quedaban historias por contar y lo sabía, por eso asumió casi con naturalidad el hecho de que se había acabado su tiempo; además, aunque desconocía cómo podía saberlo, sabía que debía hacer.
Rebuscó en sus papeles y enseguida encontró la carpeta que había preparado hacía algún tiempo, era un compendio de sus mejores trabajos, textos que había publicado en periódicos, conferencias que había impartido en universidades y también serios trabajos de comunicación realizados para algún que otro partido político, era un mago de la palabra y como tal se presentaría a las puertas del cielo; aquella carpeta era su vida, su tesoro, lo mejor de sí mismo, su orgullo más íntimo, el aliento de su ego en la ancianidad...
Lo que no esperaba el escribano es que al llegar al cielo San Pedro le diera con la puerta en las narices; apenas la abrió un resquicio para negarle la entrada al cielo -¿a santo de qué?- Preguntó el escribano entre la indignación y el miedo; -a santo de que eres un mago de la palabra-, respondió San Pedro, -un mago que ha usado la palabra para el mayor de los males, para colarse en la mente de las gentes y sembrar en ellas las ideas que otros te dictaban, tú has hecho llegar a los malos a donde nunca pensaron jamás llegar, has sido su vehículo, su arma más poderosa... Eres un demonio y jamás cruzarás las puertas del cielo-.
El escribano recogió entonces su carpeta de escritos y se fue con ella a las puertas del infierno, estaba seguro de que el diablo estaría encantado de tenerlo a su lado ¡iba a saber San Pedro quién era entonces el escribano! pero el diablo tampoco le abrió las puertas del infierno; -eras adorador de San Antón, a él le pedías siempre amparo y a mi jamás me tuviste en tus oraciones. Nunca cruzarás las puertas del infierno.- Le dijo.
¿Ese iba a ser su destino? ¿Pasaría la eternidad entre el cielo y el infierno como un escribano errante? Eso temía... hasta que San Pedro lo llamó de nuevo a las puertas del cielo; el escribano llegó temeroso de Dios y escuchó las palabras de San Pedro, que hablaba entonces por boca de San Antón, quien había intercedido por él: -volverás a la tierra en el cuerpo de un anciano, le explicó, y si encuentras una sola persona que te recuerde y hable bien de ti, se te abrirán las puertas del cielo-. A San Pedro se le torció el gesto al decir esta última frase, eran muchos los siglos que llevaba abriendo y cerrando aquellas puertas y así dijera San Antón misa en latín él estaba seguro de que aquel escribano no era trigo limpio.
Pasaron muchos años hasta que el escribano pudo al fin encontrar a un testigo de su vida que tuviera algo bueno que decir de él... Solo ese hecho debió haberle hecho desconfiar de su propia vida pero su confianza en su palabrería mágica ajena a todo hechizo y conjuro lo tenía cegado; llegó a las puertas del cielo y vio el recelo pintado al óleo en el rostro de San Pedro, quien se apartó ligeramente de la puerta pero no para dejarle pasar sino para que fuera San Antón quien hablara con él; el escribano cometió entonces su error fatal...
En lugar de callar y dejar que la buena mujer que lo recordaba intercediera por él y lograr así cruzar las puertas del cielo aunque fuese con escaso merecimiento, trató de hacer lo que había hecho siempre, magia con las palabras y tentó a San Antón: -déjame pasar- le dijo -he cumplido mi parte, esta mujer me recuerda para bien... además, cuando esté dentro, podemos trabajar juntos y antes de que te des cuenta le habremos quitado a San Pedro las llaves y tú podrás ocupar su puesto, sé como hacerlo, es solo cosa de una moción, algo de censura, y de contarlo como hay que contarlo para que la razón nos asista a ojos de todos los santos...-.
-Aaaaaahhhhh!!!!- El grito de San Pedro retumbó en el cielo entero; -¡has cometido el mayor de los pecados! ¡has pervertido la mente de los hombres y hasta tratado de pervertir la de los santos! ¡No eres un mago de las palabras, eres un demonio vestido de santo y jamás cruzarás las puertas del cielo!-. Fue entonces cuando las puertas del cielo le se cerraron al escribano, esta vez sí, para siempre jamás; se convirtió entonces en un escribano errante puesto que el demonio no le perdonó su coqueteo con San Antón a las puertas del cielo.
Dicen quienes lo han visto alguna vez que el escribano errante busca siempre una rendija por la que colarse en las casas para acodarse junto a la chimenea encendida y que incluso las brujas lo temen pues las persigue ululando y tratando de sembrar en sus cabezas ideas surgidas de sus pensamientos más retorcidos y ellas temen que se sus conjuros se conviertan en males de ojo...