Oyó los gritos en las calles. Supo que estaba muerto. Abatido, se sentó en su sillón orejero y temeroso se miró en su pequeño espejo de mano. Vio reflejado su rostro, todavía joven pero ya ajado, su mirada perdida, su sonrisa ausente, su barba despoblada... Y no se atrevió a preguntar nada. Al fin y al cabo ya sabía que estaba muerto.
Habían anunciado frío y también lluvia, tiempo de invierno en un domingo cualquiera de febrero pero el sol brillaba en lo alto del cielo, el frío no era tal y no había más lluvia que las lágrimas que le quedaban por llorar, no importaba si eran de rabia o de pena, de angustia, de indignación, de miedo o de rencor, era el llanto de un Boabdil que perdía las llaves de Génova como el moro perdiera las de Granada, frente a Isabel.
Él no era un ángel caído del cielo, ella tampoco era una santa; ambos vivían atendidos por elfos y sabios, elfos y sabios que habían medido sus fuerzas con métricas distintas y se habían presionado tanto que al final solo un duelo al sol podía resolver el asunto y, como en las buenas películas del oeste, solo podía quedar uno... o ninguno pero ambos, en modo alguno.
Se levantó de su sillón y, sin acercarse a la ventana, se sirvió un café ¿por qué había perdido aquel duelo? Se preguntaba todavía incapaz de comprender la hondura de sus despropósitos. Apuró el café esperando ver en sus posos la respuesta a su pregunta aunque en el fondo le importaba poco. Ya estaba muerto.
Es más. Decidió que no le importaba nada, mientras viviera inconsciente de sus errores tendría el valor de mantener la compostura, de aparentar una vida muerta, de caminar por las calles y de mirarse en el espejo; ¿pero por qué había perdido aquel duelo? La pregunta le taladraba la cabeza por momentos, no quería la respuesta pero una parte de su incosciente la exigía...
Se sentó de nuevo en su sillón orejero, tomó de nuevo su espejito mágico entre las manos y esta vez sí, preguntó por qué...
El espejo respondió sin dilación borrando de un plumazo todos los matices de si ella ganaba elecciones y él no, de si ella tenía mando en plaza y él no, de si los elfos y sabios de ella eran más avispados que los suyos...: la respuesta es, querido, que ella se preocupó por convencer a los suyos importándole un bledo lo que dijeran los otros, tú en cambio te preocupabas más por lo que dijeran los otros que por el favor de los tuyos y llegado el momento del duelo, tú estabas sólo con tus elfos, pues los sabios saltaron del barco nada más fijarse el día y la hora, y a ella la acmpañaban sus elfos, sus sabios y todos los suyos... que tenían que haber sido también los tuyos.
Y así Isabel de Castilla se deshizo una vez más de Boabdil, esta vez a la altura de Magerit, sin necesidad de llegar a Granada, y lo único que quedaba por ver era si desde Al-Andalus y Gallaecia reconocían en ella a la nueva reina o no le permitían ir más allá de Magerit.
Mientras tanto el bando contrario se removía inquieto, buscando que la ganancia de los pescadores del río revuelto fuera suya, olvidaban que la historia de España no solo la había escrito Isabel de Castilla, también el pueblo soberano que echara a los franceses con cajas destempladas.