Sonó el despertador con su música irritante e insoportable, la persiana se levantó cuarto y mitad de ventana sin que nadie se asomara a su habitación y se encendió también, como por arte de magia, la lamparita de su mesilla; era cosa de su padre, que era un maniático de la tecnología y ahora dedicaba las horas muertas del fin de semana convertir su casa en una nave espacial; Dante se sentó en la cama y se frotó lo ojos, su madre abrió la puerta y, ya camino de la cocina, gritó un -¡a desayunar!- que cabe que oyeran incluso sus vecinos, ella no era tan tecnológica como su padre, es más solía dar un bote en el sofá o un grito en el salón cada vez que las persianas subían y bajaban solas, las luces se apagaban y encendían a su antojo... que la casa tuviera vida propia más allá de la que sus habitantes le daban no le acababa de parecer buena idea.
Claro que a su padre eso le daba igual, siempre decía que era cosa de la imaginación calenturienta de su madre que, habiendo leído tantas historias terribles en los mil y un libros que empapelaban las paredes del salón, sentía que podían salir monstruos de las cajas de las persianas o encontrarse a Julio Verne tomando un café en su rincón de leer.
Antes de sentarse a desayunar Dante se puso el uniforme del colegio y limpió bien sus gafas, se peinó y despeinó varias veces hasta que logró ese equilibrio justo según el cual su madre lo consideraba mínimamente peinado y él se veía lo suficientemente despeinado; se comió sus cereales, se abrigó hasta las orejas con su abrigo acolchado y se despidió de sus padres, -me voy al infierno- dijo, frase ante la que su madre dio un respingo -no me mires así- le dijo él, -haberme puesto otro nombre ¿dónde pensabas que iba a ir si me llamabas Dante?- Antes de que su madre pudiera defenderse de una queja que era una constante en aquella cocina cada mañana de colegio, Dante abría la puerta del apartamento y ponía rumbo a su infierno particular.
Al llegar a la puerta del cole respiró cansado, como si fuera un viejo encogido por los años y no un niño que esperaba el estirón; antes de llegar a su clase ya había oído lo del pirata cojo con parche en el ojo (aunque hacía ya unos cuantos meses que su ojo vago había mejorado su rendimiento y no hacía uso del parche en clase), bolita de melocotón (que es como lo llamaban algunos desde que la profesora de literatura ¡infausta mujer! le dijo que su pelo olía a melocotón), niño del infierno (ese mote era culpa suya por haber explicado en clase de dónde venía su nombre) y listillo (era el precio que pagaba por ser buen estudiante).
En realidad le daba igual lo que le dijeran, sabías desde hacía mucho tiempo que no había nacido para ser alto, guapo ni buen deportista (¡tenía espejos en su casa!) pero también sabía que para algo habría nacido y estaba seguro de que, antes o después, lo descubriría; mientras tanto dejaba que le llovieran por fuera los motes y hasta las zancadillas de quienes se entretenían con él como si fuese el bufón de la corte... aunque estaba ya cansado de la misma cantinela un día sí y otro también.
Nunca respondía cuando se referían a él como pirata ni bolita de melocotón, menos aún cuando le llamaban niño del infierno o listillo, hacía como si oyese, como si pensara que no iba con él sino con un niño imaginario que se sentaba tres sillas por delante de él en una fila inexistente, se había adaptado al entorno difuminándose con la clase, comportándose como si fuera un mueble más hasta que entraba el profesor en el aula, entonces se centraba en todo lo que el profesor explicaba y le importaba un bledo si le tiraban papelitos cada vez que preguntaba una duda o cuando salía a la pizarra (siempre para resolver los problemas correctamente) pero aquella mañana, sentada a su lado, había una alumna nueva... -verás, tú-, pensó, -a ver esta de qué va, igual todavía me gano hoy un mote nuevo...- Pero la niña no le dijo nada, nada en absoluto, no le dirigió la palabra y casi lo agradeció, seguro que ya sabía que era el saco de las bofetadas de la clase y si optaba por ignorarlo en lugar de sumarse a los coros de motes le parecía bien.
Pero a penúltima hora de la tarde, cuando resolvió un problema complicado de física en la pizarra sin cometer ni un error, no sólo le llovieron los papelitos sino que llevaban pequeñas piedras dentro y dolían; sus ojos se llenaron de rabia aunque a la vista eran sólo lágrimas que logró contener; la niña nueva lo miraba entre el asombro y la admiración ¿cómo lo soportas? le preguntó, Dante la miró y se encogió de hombros, no suele ser tan malo, dijo, normalmente sólo me ignoran y ya está... listillo, listillo, listillo... comenzó a oírse de fondo en cuanto la profesora abandonó el aula.
Álvaro, un estudiante mediocre y estupendo futbolista, alto, fuerte y algo guaperas (cuyo pelo no olía a melocotón) se acercó a Dante y a la niña nueva, -ten cuidado con él- dijo mirando a la niña, -es un niño del infierno-; Dante se levantó de un salto y dijo -¡y tú eres muy tonto pero que muy tonto! y malvado...- Álvaro se rió ante el ataque de ira del bolita de melocotón y lo amenazó entre risas, -cuidado- le dijo, -no vayas a pasarte de valiente-; Dante se sentó al ver, a través de la cristalera, que se acercaba el profesor, -y qué vas a hacer-, dijo no sin cierta ironía y para el cuello de su camisa aunque no tan bajito como para que quienes se sentaban más cerca de él no lo oyeran -¿tirarme más piedritas envueltas en pedazos de papel?-.
-¿De verdad te llamas Dante?- Le preguntó la niña nueva mientras el profesor colocaba sus cosas sobre la mesa, él asintió y le preguntó -¿y tú cómo te llamas?-, -Beatriz-, respondió la niña, dejando perplejo al niño del infierno que no sabía entonces si de verdad había una niña nueva a su lado o era como el niño que se sentaba tres mesas por delante de él, en la fila inexistente...