The Sunday Tale

Cuaderno

Esta es la historia de un viejo cuaderno que guardaba en sus hojas amarillas el recuerdo de amor perdido en los agujeros negros de la memoria.

Caminó arrastrando los pies, como caminan las almas cansadas y los corazones secos, los cascarones vacíos, los cuerpos muertos y los cerebros borrados; sin ganas ni cadencia, sin destino ni pasado; caminó como si no supiera hacer otra cosa, como si no tuviera otra cosa que hacer y, transcurridos los pasos, se desplomó a sus pies, a metro y medio de la puerta. Nadie lo supo. Hasta que el hedor se hizo insoportable.

No era el pútrido olor a muerto, su cuerpo estaba tan seco como su corazón antes de detenerse, tampoco el tufo de la soledad porque la suya había sido alimentada a conciencia, se había abrazado a ella, se había dejado abrazar por ella; era el olor de los libros viejos y del polvo acumulado, de la nevera rota, del tiempo transcurrido, de la ausencia eterna y doliente, de los sueños perdidos y del olvido.

Días más tarde el mundo pareció despertar, desperezarse de sus rutinas dormidas y percatarse de la ausencia de un latido, del silencio de un corazón muerto; se llevaron su cuerpo a la morgue y la policía fue puerta por puerta hablando con los vecinos para constatar que el hombre vivía solo, alejado del mundo y encerrado en su apartamento sin más visitas que las de la cuidadora que adecentaba el piso y le preparaba la comida; no fue más que una nota a pie de página en las noticias porque hacía demasiados años que el viejo profesor era ya menos que un recuerdo.

Según rezaba su testamento, sus pertenencias debían donarse al mercadillo de Nuevo Futuro, también lo que se obtuviese de la venta de su apartamento, un apartamento en el que, tras ser debidamente vaciado y limpiado, se colocó un profesional cartel de SE VENDE destinado a decorar sus ventanas durante años por razones que no viene al caso desvelar aquí.

Pasaron varias semanas tranquilas, cada una de ellas con sus siete días y sus siete noches, con sus lunes, sus martes y sus miércoles camino de sus jueves, sus viernes y sus fines de semana; nada parecía haber cambiado, la calle seguía tan viva como siempre, los niños corrían al autobús escolar cada mañana y corrían más si cabe camino del parque por la tarde, hombres y mujeres caminaban con paso apurado parando a veces en el supermercado y siempre en la panadería… y Rosalía, la vecina del profesor muerto, seguía observando el mundo desde su ventana.

Sucedió que un día descubrió un cambio en su calle, un cambio que al principio fue casual y en el que luego se fijaba cada día: un joven con un perro pequeño y revoltoso se sentaba cada tarde frente al apartamento y el cartel; comía pipas y, al terminar la bolsa, silbaba al perro y caminaba de regreso a ninguna parte, lugar del que volvía al día siguiente para sentarse en el mismo banco, comer más pipas y marcharse de nuevo por donde había venido.

Rosalía veía al joven del perro y las pipas cada tarde desde su ventana y se preguntaba qué hacía ahí, no imaginaba que tuviera nada que ver con el viejo profesor muerto porque jamás lo había visto visitarlo y ella lo veía todo desde su atalaya, de hecho no hacía otra cosa que ver y mirar a través de su ventana y desde su cómodo sillón orejero; tan solo la radio la despistaba de su repaso diario de cuanto sucedía en su calle; aquella tarde llovía e imaginó que el joven del perro se ahorraría las pipas y el paseo pero no por ello dejó de ver la vida pasar tras los cristales de su mirador, en días como aquel el suyo era un servicio público, si alguien se iba al suelo patinado sobre las aceras mojadas podría llamar al 112 inmediatamente.

Para su sorpresa el joven del perro y las pipas apareció cantando bajo la lluvia, aunque sin pipas, y ella lo observó con más detenimiento que nunca, tan directa y descaradamente que el muchacho acabó por agitar su mano al aire a modo de saludo; Rosalía acertó a devolverle el saludo justo antes de que el joven se marchara y al día siguiente, aprovechando los claros del cielo y la sutil calidez del sol de marzo, decidió bajarse de su sillón orejero y esperar al joven en su banco.

El joven la reconoció enseguida y Rosalía no pudo evitar fijarse en el modo en que le brillaran los ojos al verla, supo entonces que se llamaba Eduardo y también la razón de su visita diaria a su calle y a aquel banco -verá- confesó el muchacho -la veía a usted ahí, en la ventana y la verdad es que quería hablarle pero me parecía un poco descarado llamar a su puerta-; Rosalía lo miraba sorprendida, sin entender a santo de qué había despertado ella curiosidad alguna en aquel muchacho -sé que era usted vecina de Ramón Martínez- dijo el joven señalando al apartamento con el cartel de SE VENDE -y que se llama Rosalía… verá… mi padre es anticuario y compró algunas cosas del viejo profesor en el rastrillo-; Eduardo se interrumpió para sacar un cuaderno, una vieja libreta, de la pequeña mochila que siempre llevaba colgada a la espalda, Rosalía lo miraba sintiendo como un profundo escalofrío le recorría la espalda -esto es suyo, es para usted- dijo el muchacho tendiéndole el cuaderno.

Ella lo miró conteniendo un intenso deseo de hojearlo, de ver de nuevo la letra afilada y perfecta del viejo profesor, de volver a leer sus relatos, sus poemas, sus pequeñas locuras hechas cuento… pero se mantuvo fiel a su recuerdo -¿le ha gustado?- le preguntó al muchacho, no fue necesario que él respondiera, su sonrisa y el brillo de sus ojos lo decían todo por él -bien- dijo ella -guárdelo entonces y léalo siempre que necesite volver a dibujar esa sonrisa en su rostro; eso es lo que el viejo profesor quería, imagino, que la alegría de sus letras llegara más allá de sus vecinos-; Rosalía se dispuso a volver a casa pero el muchacho insistió -tengo otros cuadernos- le dijo -y le aseguro que voy a quedármelos pero este no… este es suyo- y le tendió de nuevo aquel cuaderno de tapas negras y desgastadas -si no lo coge lo dejaré en su buzón, es suyo- insistió. Rosalía regresó a casa.

Eduardo regresaba al mismo banco con el mismo perro y la misma mochila cada tarde pero Rosalía ya no estaba nunca sentada junto a la ventana así que le escribió una nota -vuelva a su ventana, yo no volveré más a su calle- la pegó en la tapa del cuaderno y lo dejó en el buzón de Rosalía.

No habían pasado muchas semanas cuando Eduardo Padre le entregó a Eduardo hijo el viejo cuaderno con su nota en la portada, el muchacho se quedó estupefacto -se lo entregaste a la vecina ¿verdad?- Eduardo hijo acertó a musitar un -sí, era suyo-, -tal vez, supongo, sí... en cierto modo- le respondió su padre -o tal vez no, quién sabe- Eduardo hijo entendía cada vez menos: -verás, me he enterado en el rastrillo de que Rosalía era la mujer del viejo profesor- la cara de Eduardo hijo era como los poemas del viejo profesor, un ir y venir de emociones -estuvieron casados más años de los que podían recordar… sobre todo de los que podía recordar él… se le fue la cabeza, no la conocía y quisieron llevarlo a una residencia porque temían que incluso llegara a hacerle daño pero la buena mujer se fue a vivir al apartamento de enfrente y se convirtió en su vecina; él la trataba como a una vieja cotilla pero le daba igual, estuvo con él hasta el final… a su manera-.

Eduardo hijo cogió de nuevo el cuaderno -era suyo- acertó a decir de nuevo -supongo- respondió su padre -sólo que él no lo sabía y ella… bueno, ¡yo qué sé!-. El muchacho cogió el cuaderno, llamó a su perro, se compró unas pipas y caminó con paso decidido a romper su promesa, ahora que sabía quién era quería ver de nuevo a Rosalía.

Pero al llegar a su banco y mirar hacia la ventana de la mujer sólo vio un cartel de SE VENDE más nuevo que el del apartamento del viejo profesor; se sentó decepcionado, triste, angustiado… debió haberlo imaginado, si su padre había vuelto a toparse con el cuaderno tenía que haber sido en uno de sus rastrillos de cosas de muertos; sacó el cuaderno de su mochila preguntándose si la mujer lo habría leído, si lo hubiera hecho habría descubierto que su amor y su recuerdo seguían vivos en el viejo profesor a pesar de todas sus lagunas y sus olvidos, a pesar de los agujeros negros de su maltrecha memoria. Se enjugó un par de lágrimas, sacó el cuaderno de la mochila y al abrirlo un papel cayó a sus pies:

-Gracias, Eduardo. Guárdalo con el amor con el que él lo escribió y yo lo he leído. Ahora es tuyo. Rosalía-.

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