Aun bien no había cerrado la puerta del apartamento tras de sí, hizo volar sus zapatos cada uno en una dirección, el placer de subirse a ellos a primera hora de la noche era directamente proporcional al de deshacerse de ellos avanzada la madrugada, curiosa contradicción, pensó; se preparó un café caliente para quitarse el frío de encima y al segundo sorbo comenzó a arrepentirse... sabía que con el frío se iría también el sueño, pero detestaba el descafeinado.
El café caliente la reconfortaba aunque seguía sintiéndose terriblemente cansada; el día había sido largo e intenso, también pródigo en conversaciones interesantes... sonrió al recordarlo y más al pensar en la mujer que cenaba en la mesa de al lado. La vio llegar, alta, esbelta, elegante, perfectamente maquillada, elevada sobre unos tacones no excesivamente altos y con su pelo absolutamente blanco. No podía calcular su edad, obviamente no era joven pero tampoco parecía mayor, no era guapa ni tampoco fea pero sí rotundamente atractiva, no eran sus rasgos, eran sus modos, sus gestos, su actitud... era ella más allá nada y de todo. La vio sentarse en la mesa contigua y sonreir a su acompañante mientras a ellos les servían el primer plato.
La conversación en su mesa entró en el deslizante terreno femenino, Elisa -vaqueros, camisa oscura, ligeramente maquillada y con la melena al viento- defendía con convicción que arreglarse más allá de lo razonable era jugar a los feos y desiguales arquetipos de siempre, era jugar a ser princesas dejándoles a ellos el papel de héroes; Inés - vestido negro, tacones imposibles, melena perfecta, labios rojos y mirada ahumada- defendía la posición contraria con no menos convicción, le gustaba verse y sentirse bella, sonreír al mundo, coquetear con él y seducirlo.
Se le ocurrió confesar que no entendía bien por qué había que elegir, por qué no se podía ser un poco diva sin dejar de ser independiente, por qué no se podía ser cenicienta hasta las 12 y después de esa hora el diablo que viste de Prada; con su comentario logró ponerlas a ambas de acuerdo: no era posible, o eras princesa o independiente, no se podía ser una cosa y su contrario, eso era una contradicción. Y entonces intervino la mujer de la mesa de al lado -¿y si lo que quieres es ser mujer?- preguntó.
Le hubiera gustado conocer a aquella mujer pero, una vez hubo formulado la pregunta, se lenvantó, las saludó con una sonrisa y caminó hacia la salida dejando que su acompañante le abriera la puerta. Comenzaron entonces a discutir acerca de si aquella mujer era diva o independiente y de cómo era posible, o no, que fuera las dos cosas a la vez...
Decidió probar suerte y acostarse para intentar conciliar un sueño o dos porque ella, como la mujer de la mesa de al lado, tampoco quería ser diva o independiente, no quería responder a un arquetipo de otro tiempo ni tampoco a uno diseñado con el único objeto de destruir el viejo. Ella también quería ser mujer. Nada más. Y nada menos. Con faldas y con pantalones. Con todas las contradicciones.