No importaba cuántos kilómetros tuviesen por delante, lo único importante era el destino porque el destino era el mar. Así empezaban siempre los veranos, huyendo rumbo a la arena y la sal aunque fuese sólo por unos días y no sirviese más que para decirle al alma y a la piel que ya queda menos, que el tiempo de vino y rosas se acerca...
Él se acompañó de poco más que algún bañador y su bicicleta pues resultaba ineludible a sus pies el pedaleo constante al caer la tarde y frente al mar, ella tenía intenciones más coquetas para su primer encuentro con el verdadero verano y para ello llenó su maleta de biquinis y pareos variados a juego siempre con las sadalias. Y así, acomodados en un seiscientos de los de hoy, se echaron al asfalto sin mirar atrás, con el pensamiento remojándose ya en el mediterráneo.
Llegaron tarde, ya había caído la noche y, aun así, lo primero que hicieron fue sentir la arena bajo sus pies descalzos camino del agua y la sal; ella cerró los ojos para escuchar el suave rumor del mar hasta sentir su caricia, respiró profundamente como queriendo llenar su alma de la paz que siempre la envolvía al sentirse junto al mar; se sentaron en la orilla sin ánimo ni intención de moverse de donde estaban porque era ese y no otro su destino.
El viaje y las deshoras en aquello del dormir les pasaron su factura al amanecer siguiente, pero tampoco importaba demasiado, eran aquellos días de dejar al cuerpo pedir y conceder; se concedieron un desayuno tardío, casi un brunch, un rato de sol, un par de baños y un castillo; dejaron la playa en paz cuando el sol caía inclemente para volver más tarde, ella libreta en ristre por aquello de dejar fluir la cabeza loca y la creatividad encendida y el con la bici cerca para recorrerse aquel paseo de principio a fin.
La noche llamaba a tacón y a maquillaje, a terraza, coqueteo por fuera y picardía por dentro, era el juego por excelencia, el que encendía las intenciones en pura provocación; era el juego de siempre, pensaban, pero siempre diferente y, junto al mar, absolutamente irrenunciable.
La piel tiene querencia hacia sí misma en otro cuerpo, y permanece enredada en su otro ser incluso al sobrevenir el sueño... así se encontró él al abrir los ojos en plena noche, y aun en la queja y el lamento de su piel, se levantó un segundo para abrir las ventanas y sentir la brisa que les regalaba el mar, para volver así a tumbarse junto a ella dando gusto a su piel y a su alma; fue ella entonces quien abrió los ojos para sonreirle... -creo que podría hacerme adicto a ésto...- confesó el marcando un giro con su mano, como queriendo abarcarlo todo, el mar, el lugar, ella... y ella no pudo menos que sonreir de nuevo -shshsh...- le advirtió -los días de vino y rosas no pueden ser eternos... o ya no serán nunca, dejarán de ser-.
La abrazó y sintió como ella enlazaba de nuevo un sueño mientras él permanecía despierto, observando el suave vaivén de la cortina a la caricia de aquella agradable brisa de noche y de verano, no había mayor adicción que aquella que no tenía objeto al que asirse... pensaba, el fumador maldice al tabaco, el alcóholico al vino y hasta llegado el caso y la cordura, los amputan de su vida pero ¿qué hacer cuando es uno adicto a la pasión, a apasionarse? no puede uno amputarse el corazón... incluso aquel que tenía fama de ser el único donante de corazón que seguía vivo, acabó rendido al amor de una mujer.*
Sonrió ante sus desvaríos noctámbulos, su pasión había sido siempre su aliada y, ni aun cuando jugó en su contra, fue desahuciada de su vida, ni lo sería jamás... hay quienes pasan por la vida, otros sobre los que la vida pasa y luego están los que intentan hacer de su capa un sayo y de su vida... un tiempo de vino y rosas.
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*El único donante de corazón vivo era Linus Larraby... antes de perder razón y corazón por Sabrina.
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