Adoraba el brillo del sol cuando este se abría paso del largo y oscuro invierno hacia el verano, su luminosidad y su tímido calor le alegraban el día y lo hacían todavía más cuando su calidez iba en aumento, es más, cuando el verano era ya tórrido y pesar que tener que mantener ciertas distancias y precauciones con él (a modo de gafas de sol o protectores solares), seguía adorando el brillo del sol... lo adoraba más si cabe porque había descubierto que el calor del verano desvelaba el verdadero color de las cosas.
Durante el invierno y bajo mantas zamoranas hasta los zorros podían parecer ovejas o los lobos abuelitas pero en cuanto el sol subíala temperatura del mundo este se desnudada y mostraba su verdadero color, quedaban expuestos entonces la agresividad del rojo que todo lo quema (incluso la piel, al menor despiste), el brillo del amarillo, tanto que incluso despierta envidias (además de provocar cierta ceguera, o quizá por ello), la frescura del verde (y de la naturaleza en la que nos gusta refugiarnos a ratos del sol aun a pesar de los peligros que esconde en su flora y fauna), el lujo del morado y ese toque de ostentación medida (o sin medir) que destila (propi0 de pomposos reyes y de las grandes figuras de las iglesias), la naturalidad del blanco y su pureza (sea o no ibicenco), la calma del azul (del azul del cielo y también del azul mar, aunque aceche el riesgo de que se revuelva en olas), la diversión del naranja (y también del pomelo porque los cítricos son siempre así, la mar de pizpiretos) y el negro eterno (siempre intenso y sofisticado, siempre poderoso).
Luego estaban los matices y los contrastes, los anaranjados, el rojo fuego, el azul eléctrico, el blanco y negro, el morado y oro, el azul y plata, el verde limón o pistacho, también manzana...
Y así, como sin darse cuenta, el calor iba desvelando el color a primera vista y también a primera voz porque bajo la losa de los 35º a la sombra hasta el más pintado dejaba de filtrar y permitía que salieran por su boca palabras que en otras circustancias hubiera acallado y guardado para sí; era entonces cuando las incongruencias e incoherencias y todos los discursos sin sustento y sin fondo mostraban la escuálida estructura sobre la que habían sido construidos.
¡Reduzcan su movilidad! dice el experto mientras hace su reserva de viaje; ¡no salgan más que para lo imprescindible! propone un político mientras permite abrir bares y restaurantes; ¡malvados, malignos e impresentables! brama la enfermera contra paseantes y veraneantes porque nadie le ha explicado, ni parece querer entender, que el mundo no puede pararse eternamente, que hemos de convivir con el maldito bicho, que la sanidad jugará un papel importante en ello y que la responsabilidad que se puede exigir a la sociedad y a sus gestores es la de no colapsarla y proveeerla como corresponde, no la de no necesitarla.
¡Ay qué calor! ¡Ay qué color! ¡Qué bonito arcoiris nos está quedando! O no.