Llovía a mares. Caía agua como si hubiese llegado el día del diluvio universal. Pero ella no tenía barca, conducía su coche por una carretera atascada (y accidentada) camino del colegio y lo que le esperaba allí no era un panorama más alentador. La zona de párking era estupenda en primavera e incluso en otoño, un lugar de naturaleza frondosa, árboles altos y suelos de tierra. Pero cuando llovía...
Cuando llovía todo eran charcos, todo era barro, todo eran hojas secas y húmedas cuando no pequeñas pistas de hielo y patinaje, eso con cientos de coches buscando un hueco que no pareciese una piscina ni una laguna de arenas movedizas en la que poder aparcarse un rato. Y seguía lloviendo a mares y no veía más allá de un metro de su nariz, los limpiaparabrisas no daban más de sí, el atasco no cesaba, sonaban sirenas pero no veía por dónde venían... mataría por un fin de semana largo, por unas vacaciones escolares para las que faltaba ya poco pero ese poco, bajo ese manto de lluvia, se le antojaba una eternidad.
A pesar de todos los inconvenientes llegó pronto, lo suficientemente pronto para aparcar sin temor a lo que fuera a descubrir bajo sus ruedas cuando avanzase un metro más, eso era lo que le costaba renunciar al espacio cerrado y lleno de niños de la ruta escolar, tiempo y días de lluvia en la carretera.
Se quedó en el coche viendo caer la lluvia y cuando la cola de entrada al párking era ya larga y comenzaba a mascarse la tensión de las prisas y del temor a no poder soltar el coche a tiempo para recoger a los pequeños locos bajitos que estaban a punto de salir (los más pequeños primero), decidió bajarse, entrar en la zona a la saldrían los niños y esperar el tiempo que todavía tardarían en salir los adolescentes bajo un árbol y el paraguas (seguía lloviendo a mares pero no había tormenta).
¡Qué asco por Dios! se decía a pesar de la blasfemia mientras esquivaba charcos y patinaba en el barro mirando de reojo a los coches que buscaban sitio con madres y/o padres tras sus volantes sin ver un palmo más allá de su nariz. Solo cuando llegó al árbol y juró en arameo con un par de madres más que estaban en su misma situación se relajó un poco.
Y entonces empezaron a salir los más pequeños corriendo como locos hacia la lluvia y los charcos, con sus capuchas puestas y sus risas sonando a voz en grito; vio a padres mirando a sus hijos con resignación, a otros riendo como ellos, a otros con los ojos abiertos como platos, algunos incluso corrían tras los niños tratando de evitar el momento en el que los pequeños saltaban en los charcos y se salpicaban de agua embarrada hasta la cintura... pero los niños seguían riendo, jugando, huyendo de los aburridos mayores ¡si solo era agua y barro!.
Aquella tarde, bajo el árbol y el paraguas, con sus botines de agua, el frío metido en los huesos y el coche en el barro recordó que la vida sólo es lo que te pasa durante un rato corto, el resto del tiempo es cómo te tomas lo que te pasa, qué haces con lo que te pasa y a pesar de lo que te pasa...