Siempre me han fascinado los escritores paseantes por su capacidad de narrar espacios, de escribir sin motivo aparente o con el único fin de contemplar la vida. Ya con Kafka, tiempo atrás, intuí que otra forma de contar era posible, que no todo consistía en una sucesión trepidante de eventos extraordinarios. Y aunque antes de leer a Vila-Matas desconocía su existencia, la aparición en mi biblioteca de otros ilustres adictos al vagabundeo —como Robert Walser o Walter Benjamin— supuso un cambio radical respecto al concepto que tenía sobre la narrativa como arte vinculado exclusivamente a los hechos.
Walter Benjamin nació en Berlín hace exactamente 128 años: el 15 de julio de 1892. Su familia, de origen judío y posición acomodada, le proporcionó una educación liberal al margen de condicionamientos religiosos. Fue en la universidad de Friburgo donde se inició en el conocimiento del sionismo que adoptó más como estética cultural que misticismo. Era muy joven cuando descubrió su propia voz filosófica y literaria, transparente y personal, que fue desarrollando a lo largo de toda su trayectoria.
La vida del escritor no fue, sin embargo, un camino de rosas. Dos guerras mundiales, el delirio nazi, el exilio, y el vagabundeo fueron marcándole el camino del pesimismo y la oscuridad. Pese a ello fue capaz de escribir una obra brillante, incluso reluciente, dispersa y ecléctica. Su pensamiento, que transitaba entre el presente y el pasado con una agilidad sorprendente, ha influido e inspirado a varias generaciones de escritores, pensadores e investigadores posteriores. Su obra toca todos los palos —desde el aforismo y la autobiografía hasta la narración o el ensayo— y puede ser analizada desde perspectivas muy variadas. Son sus reflexiones sobre el arte de narrar las que ocupan buena parte de la misma.
Durante sus estancias en la isla de Ibiza, entre 1932 y 1933, Benjamin puso en práctica todas sus cábalas narrativas, convirtiendo esos dos periodos ibicencos en los más jugosos literariamente hablando: escribió varios relatos y desarrolló la semilla enterrada en la memoria y la infancia. Así comenzó a gestarse su idea sobre indisolubilidad entre la experiencia (la memoria viva), la comunicación oral y la narración, que cristalizan en el ensayo que hoy nos ocupa.
En El narrador, Walter Benjamin explica la extinción de la capacidad de narrar a causa de la ausencia de experiencia. Cuando el autor afirma que “el arte de narrar llega a su fin” constata la decadencia de la sabiduría, la comunicación y la reflexión en la época moderna. Ausencias incontestables que, según su pensamiento, conducen a la humanidad a la más absoluta desorientación y, en consecuencia, a la pérdida de la experiencia vital.
En este pequeño librito, el autor parte de “la narración” no como objeto literario autónomo, si no como lugar: la atalaya desde donde analizar la experiencia en el mundo moderno. Es otro escritor, Nikolái Leskov, el hilo conductor de las reflexiones benjaminianas al respecto; la pérdida del arte de narrar concebido como “la facultad de intercambiar experiencias”, el hecho que el autor constata tras observar el mutismo de los soldados a la vuelta de la Gran Guerra, “una de las experiencias más monstruosas de la historia universal”. Sobre estos dos pilares el escritor construye su argumento acerca de la pérdida de la experiencia y la capacidad de comunicar en el mundo moderno.
La obra, editada por Metales pesados y traducida y prologada por Pablo Oyarzun R., se adentra en los principios orgánicos de la narración, la formación social y los medios de producción. Dicho así, parece un batiburrillo insondable de abstracciones y relaciones complejas. Sin embargo, el filósofo alemán elabora un texto relativamente sencillo en el que los conceptos fluyen sin enredos y no exentos de melancolía y añoranza por un pasado devorado por la tecnología.
Desgrana las diferencias entre narración y novela, rememoración y memoria; indaga en los entresijos de la prensa y la información y en declive del “aura”. El ensayo desarrolla igualmente la jerarquía del aburrimiento (“el pájaro de sueño que empolla el huevo de la experiencia”), la importancia de la oralidad y la sabiduría, “un fenómeno en decadencia”.