James Augustine Aloysius Joyce nació en Dublín, el 2 de febrero de 1882. Cuarenta años después, se publicaba la primera edición de su Ulises. La novela que iba a cambiar para siempre la manera de narrar. Sí, porque ese laberinto de palabras derramado sobre las calles de Dublín dejaba atrás la estructura, el lenguaje poético y la minuciosidad de las grandes novelas decimonónicas.
Es cierto que a finales del XIX algunos autores cercanos al naturalismo, como Zola, o adictos a la introspección, como Dostoievski, ya experimentaban con métodos poco ortodoxos y formas narrativas afines a las metamorfosis sociales y culturales que avanzaban las tendencias del cambio del siglo. El psicoanálisis, el behaviorismo y algunos movimientos artísticos —la abstracción, el dadaísmo o el surrealismo— orientados hacia lo sensorial contribuyen a consolidar esta transformación hacia la literatura del “yo” y los diferentes puntos de vista narrativos.
La epopeya de Joyce en Dublín, cuyo título (Ulises) evoca al héroe de Homero, transcurre en un solo día. Menos de 24 horas (18 exactamente) le bastan al irlandés para dar forma a la novela que comienza a las 8 de la mañana. Leopold Bloom y Stephen Dedalus desayunan a esa hora. El primero, junto a su esposa Molly, en el número 7 de la calle Eccles. El segundo, en una torre Martello, mientras el orondo Buck Mulligan se afeita. Ambos, Bloom y Dedalus, abandonan sus respectivos refugios y avanzan por las calles de Dublín al tiempo que exploran sus infiernos íntimos, poblados de demonios. Así de simple es el argumento de una obra que elude las mayúsculas y los signos de puntuación, juega con las palabras de un modo casi diabólico y la indisciplina cronológica se apodera de la intriga.
“El señor del laberinto” —robo a Vargas Llosa el apelativo con que se refiere a Faulkner para hablar yo de Joyce— se vale para edificar tremenda estructura literaria de técnicas inéditas en aquellos primeros años del siglo XX. Llena sus páginas de los recursos que pronto iban a ser considerados la base de la novela moderna como los monólogos internos o los cambios de narrador. A tal complejidad técnica no llegó de la noche a la mañana.
Malhablado, desobediente, supersticioso y bastante tiquismiquis, James Joyce vivió para la literatura. Oficio al que un arraigado individualismo y tenacidad ayudaron enormemente a pulir y consolidar. Eso, además de un dominio prodigioso del inglés y otras lenguas —francés e italiano— que perfeccionó en la universidad de Dublín donde estudió desde 1898. Allí participaba con asiduidad en toda actividad literaria o teatral que se le presentaba. También su entorno favoreció desde muy pronto las inquietudes del futuro genio por la cultura y la formación.
El niño Joyce creció bajo el paraguas de una familia bien posicionada, profundamente católica, y educado en el Clongowes Wood College. En el colegio, un internado de élite liderado por jesuitas, se llevó algún que otro disgusto y numerosos castigos. Aun así, destacaba por su inteligencia, sus dotes para el deporte, incluso por su aspecto físico, esbelto y elegante. También en el Belvedere College llamaban la atención sus altas capacidades y su afición a la literatura. Fue en esta época cuando se empapó de Dickens y Walter Scott, de Swift y Hardy, de Byron y Rimbaud.
Sus inicios como escritor se remontan a los nueve años y un poemita dedicado al político nacionalista irlandés Charles Stewart Parnell. Pequeñas prosas, cuentos infantiles y relatos precedieron a la bien conocida precuela de la inacabada Stephen el héroe, Retrato de un artista adolescente. La evolución estética de su escritura, hasta Dublineses, es bastante lineal y fruto de una intensa dedicación. Esta exquisita recopilación de relatos realistas sobre la sociedad irlandesa ya encontró dificultades a la hora de publicarse. No sólo le objetaban los editores cuestiones de índole moral. También comenzaban a criticar su estilo desordenado y la ausencia de argumento.
La primera edición de Ulises se imprimió en París el 2 de febrero de 1922. Sylvia Beach, la mítica librera de Shakespeare & Co, fue su editora. Mil ejemplares salieron a la venta aquel día, el mismo en el que el autor celebraba su entrada en la cuarentena. Sin embargo, no era la primera vez que la obra veía la luz. Desde 1920, The Little Review publicaba la novela por entregas. Así fue hasta que el año siguiente la revista neoyorkina fue llevada a los tribunales por distribuir contenido inmoral y se prohibió la publicación. La batalla norteamericana contra Ulises y sus editoras de The Little Review terminó felizmente para estos últimos en 1933.
Volviendo a París, cuenta Richard Ellmann —el más ilustre biógrafo de Joyce— que esa tarde de invierno, la librería entonces situada en la Rue de l’Odeon (hoy en el nº 37 de la Rue de la Bûcherie) fue un hervidero de lectores y curiosos y el volumen encuadernado en azul, un éxito. Igual que el día de la publicación (2-2-22) no fue elegido al azar, el 16 de junio de 1904, cuando se desarrolla Ulises, era una fecha clave en la vida del autor: el día que salió por primera vez con Nora Barnacle (que luego sería su esposa). Antes, el 7 de diciembre de 1921, Valery Larbaud, ofreció una conferencia sobre la novela y el estilo literario de Joyce. Sucedió en La Maison des Amis des Livres, la librería de Adrienne Monnier (íntima de Sylvia Beach), también abarrotada de asistentes.
Larbaud ya había leído Ulises gracias a los ejemplares de The Little Review que le proporcionaron tanto Beach como Joyce. Y trazó un detallado mapa para entenderla. La novela está basada metafóricamente en el esquema episódico (18 capítulos) que sigue la Odisea de Homero. Pero también cada uno de ellos contiene un simbolismo particular, además de su correspondencia con cada una de las horas del día en que transcurre la historia. Aparte, los personajes homéricos tienen su alter ego joyciano: Telémaco es Stephen Dedalus, Odiseo (Ulises), Leopold Bloom y Penélope, Molly Bloom.
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