Estaba cantado. Podríamos haberlo hecho antes, pero desde su muerte el pasado 14 de mayo, fue prácticamente obligatorio hablar del periodista que dio la vuelta a la profesión. Podríamos haberlo hecho antes, sí. Pero pasar de puntillas ante la desaparición de uno de los grandes provocadores de la historia del periodismo, sería una temeridad. Y un sacrilegio. Así que hoy vamos a hablar de Tom Wolfe.
Thomas Kennerly Wolfe nació en Richmond (Virginia), en marzo de 1930. Estudió periodismo en la Universidad Washington and Lee, tras rechazar la oferta de Princeton, y se doctoró en Yale en estudios americanos. Pasó como colaborador por el Springfield Union de Massachussetts, antes de colarse definitivamente en publicaciones como el Herald Tribune, The New York Maganize o Esquire.
Ya entonces formaba parte de un extravagante banda; la de Jimmy Breslin, Gay Talese, Hunter S. Thompson, Joan Didion, John Sack y Michael Herr; esa banda que “escribía torcido” y de cuyas peripecias literarias da buena cuenta Libros del KO. Esa a la que se sumaron plumas consagradas como las de Truman Capote o Norman Mailer. Todos ellos se encargaron de destripar las convenciones del periodismo tradicional. Lo tenían claro. Contar historias de “no ficción” no tenía por qué ser una muestra ejemplar del tedio. Es más, debería dejar de serlo. A partir de ese momento el llamado Nuevo Periodismo —“ese estilo bastardo que juega a dos bandas, explota la autoridad fáctica del periodismo y crea atmósferas propias de la narrativa”, escribía Dwight Macdonald en el The New York Review of Books— iba a quebrar para siempre las fórmulas estilísticas vigentes.
Corrían los 60, Nueva York ardía entre el fuego cruzado de la Guerra de Vietnam, los movimientos antirracismo, las luchas por los derechos civiles y esa pandilla de escritores, encabezados por Tom Wolfe, que narraban dichos acontecimientos como si se tratara de una novela. Así, a la polémica intrínseca de los grandes asuntos del momento se sumó la de la estética. “No será leído con agrado, o leído a secas, dentro de unos años, quizá el año que viene”, lo fulminaban desde el purismo extremo y lo políticamente correcto.
El autor de La hoguera de las vanidades escribía en su vieja máquina 10 folios al día, a triple espacio y el hacha de descuartizar a la sociedad a pleno rendimiento. A veces a golpe de pluma, como Balzac, uno de sus referentes junto a Dickens, Zola y Stenibeck. Fue el icono de la desmesura, el sarcasmo, la insolencia, las lenguas afiladas y el Radical chic; un referente cultural, enemigo de lo digital, que desarmó los mitos del sueño americano sin pestañear.
Es posible que el hombre del eterno traje blanco y sombrero a juego no calara del todo en determinados periodistas próximos al siglo XXI. Es posible, incluso, que a las nuevas generaciones les resulte un tanto snob. Lo cierto es que el legado del nuevo periodismo ha dejado una profunda huella. Las grandes figuras del periodismo de hoy —Juan Villoro, Martín Caparrós, Rodrigo Fresán…— han bebido sus fuentes para escribir las más bellas crónicas contemporáneas. También la inmensa Leila Guerriero se ha nutrido de todos ellos para construir su inconfundible voz: “le debo mi educación en periodismo al periodismo bien hecho que hicieron los demás”.