No. No hay ningún aniversario a la vista ni ningún homenaje o galardón póstumo. El gran poeta cántabro (aunque nació en Madrid en 1922) recibió en vida todos sus premios —el Cervantes, el Reina Sofía, el Nacional de Poesía, el Príncipe de Asturias de las letras—, salvo el sillón G de la RAE, que no llegó a ocupar porque murió antes de leer su discurso de ingreso. También todas sus condenas. Tenemos que hablar de José Hierro porque sí.
Porque sólo su nombre dispara todas las señales de la emoción. Porque yo, que no tengo más remedio que confesar que soy poco de poesías, devoro sus textos con la misma hambruna que una novela negra de esas buenas. Nadie ha demostrado todavía que el crimen y la sangre sean incompatibles con los versos arrancados a la vida. Porque es así como escribe José Hierro: a quemarropa, descerrajando plomazos de tinta al dolor, al destino, a la alegría, al amor, a la dicha, a la risa.
Fue, dicen los expertos, una de las voces más representativas de la poesía social y existencial de la posguerra, aunque como afirma él mismo en el prólogo de un recopilatorio de su obra editado en 1962, yo no entiendo bien qué quiere decirse cuando se habla de poesía social. Tampoco le importaba en exceso el calificativo que acompañara al concepto de poesía, pues —imagino— que a él le bastaba con trasladar al papel la belleza del lenguaje. Y eso lo hacía como pocos han logrado. Con precisión y limpieza, con una higiene lingüística tan austera como su vida. Con unas dosis de intimismo y honestidad personal que tal vez lo alejen del concepto estrictamente “social” de la poesía.
José Hierro hablaba deprisa, con voz ronca y profunda. Con las manos del agricultor y vinatero que también fue, empuñaba la pluma hasta hacer brotar la música de ella. Sus versos están hechos de una melodía interna seca y desnuda, pobre en imágenes, dice el poeta. Afortunadamente, pienso yo, que sólo quiero leer en picado, sin perderme en recovecos ni artilugios retóricos. A mí me gusta leerme la vida a morro, engullir el tiempo a dentelladas, atragantarme de emociones. Por eso me gusta la novela negra y la poesía de Pepe Hierro.
De igual manera que todos los detectives literarios conservan el ADN de sus creadores, “quien lee a un poeta descubre mucho de éste, al tiempo que descubre mucho de sí”, escribía el maestro en ese mismo prólogo. Y es probablemente en “el tiempo”, en su forma de abordarlo, de atraparlo sin dejarlo pasar donde he descubierto ese vínculo escritor/lector. Potente, intenso, rabioso, que pocas veces he encontrado. Por eso también, tenemos que hablar de José Hierro. Y el mar. Si el paso del tiempo es el leitmotiv de su obra, el mar es uno de los elementos recurrentes más obvios. El mar, la mar, su poder y sus formas, sus olas y espumas… aparecen en sus versos de manera constante, como una alegoría de la vida, del instante eterno, un símbolo de la atemporalidad de su concepto vital. De su propia voz, eterna. De su música, la de las palabras.
Música viva, como antaño en pianolas y organillos.
Música viva como un mar que transcurre, para los soñadores
—Bach, Schumann, Brahms o Debussy—;
señales de otras músicas futuras de otras vidas,
de otros tiempos —Boulez, Berio, Stockhausen, Luis de Pablo…
En el último asalto a la biblioteca pública del pueblito donde paso los veranos, encontré una magnífica antología del poeta, Poesías completas (1947-2002), editada por Visor de Poesía en 2017. Una joya que recomiendo, al menos, leer.