Todos conocemos a los bartlebys, dice Enrique Vila-Matas. Son esos seres en los que habita una profunda negación del mundo. Esas criaturas que transitan por la imposibilidad, que permanecen en ella sin oponer resistencia. Que siguiendo el ejemplo del estrafalario escribiente de Herman Melville, merodean por su propia existencia como forasteros solitarios. De hecho, les resulta tan remota que flotan sobre ella, ignorándola. Incluso negándola. No abundan, pero existen. Apenas notamos su presencia, pero siempre dejan su huella: turbadora e indeleble.
Tal vez como estilo de vida sea algo exagerado. Pero en materia literaria, existen infinidad de autores que acabaron negando la escritura. Que tras una o varias obras excelentes, se cortaron la coleta y, como el Bartleby de Melville, colgaron en sus ilustres rincones de escritores el cartel de preferiría no hacerlo. ¿Por qué? En algunos casos, como el de Rulfo o el Salinger, los motivos son un auténtico misterio. No digamos en el de Robert Walser. El delicioso paseante suizo capaz de conmover a cualquier lector con sus solitarias caminatas literarias a través de lo cotidiano, que un día cambió la pluma por un encierro voluntario en una institución mental. Mientras que la muerte prematura truncó las brillantes carreras literarias de Emily Brontë, Margaret Mitchell o John Kennedy Toole.
Hasta el mismísimo Vila-Matas —que, por fortuna, jamás ha abandonado las letras— ha hecho de la (supuesta) imposibilidad de escribir un estilo único e impecable. Recordando su magnífico paseo por el laberinto del No(*), os propongo este elenco de escritores. Autores imprescindibles en cualquier biblioteca, que renegaron del arte que los elevó al Olimpo.
(*)Bartleby y compañía. Enrique Vila-Matas.
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