“Una fotografía ensamblada en un panel en el Museo de Auschwitz-Birkenau”. El comentario de un visitante respecto a la imagen. Un nombre femenino ligado a toda la barbarie derramada sobre los barracones, a toda la sangre que alimentó la tierra helada del campo, a todas las cenizas humanas que intoxicaron el aire de por sí diabólico de uno de los lugares más siniestros del III Reich, fueron el germen de Postales del Este. La última novela de Reyes Monforte recupera la memoria de todos los prisioneros que enterraron su vida y sus recuerdos en el suelo de Auschwitz.
La foto en cuestión muestra los retratos de medio centenar de miembros de las SS, todos uniformados, todos hombres, todos de verde. Y una mujer. La única entere ellos, elevada al mismo rango de crueldad: Maria Mandel. El comentario: “Poco se sabe de ella para lo que debería saberse. Pero no lo encontrará en una fotografía, sino en el suelo del campo. El día que escarben en él, descubriremos muchas historias”.
Hija de un zapatero católico, funcionaria de Correos en Münzkirchen, la austriaca que acabó como jefa de campo con rango de exterminio en Auschwitz-Birkenau, bajo el mando del comandante Rudolf Höss, tenía 30 años y un buen bagaje en asuntos de atrocidad. Ya había sido guardia en la prisión de Lichtenburg, meses antes de ser transferida al recién inaugurado campo de Ravensbrück. Allá puso tanto empeño en su trabajo de vigilancia que sus superiores la ascendieron rápidamente a SS-Oberaufseherin (supervisora senior). En Auschwitz rizó el rizo.
Esta joyita del horror nazi en femenino —se cargó sin despeinarse a medio millón de mujeres y niños— hizo del poder, la vejación, la tortura, el asesinato, el pánico y la abyección extrema su forma de vida. Y de placer. Cuentan que La Bestia se entretenía lanzando a los perros hambrientos sobre los prisioneros que osaban mirarla a los ojos. Que disfrutaba casi hasta el orgasmo contemplando los experimentos del carnicero Josef Mengele sobre las presas del Bloque 10. Pero eso sí, amaba la música. Semejante distorsión le llevó a materializar otra de sus ideas perversas: la Orquesta de Mujeres de Auschwitz.
Mandel era capaz de emocionarse hasta las lágrimas con un aria de Madama Butterfly y de estampar, al tiempo, a recién nacidos contra las paredes de los barracones. Ahogarlos en cubos de agua también era una opción. Además, la guardiana del orden hitleriano tenía otro pasatiempo igualmente miserable: coleccionar “mascotas judías”, que domesticaba a latigazo limpio.
Una de estas prisioneras, elegida como mascota, supo convertir la farsa de Mandel en un pasaporte para la supervivencia y la memoria: Ella (el nombre el ficticio, un homenaje a todas las mujeres que sufrieron el salvajismo del exterminio). Ingresó en el campo en septiembre de 1943, deportada desde Francia. Al poco de llegar, la sanguinaria SS descubre que la caligrafía de Ella es perfecta y la incorpora como copista en su aciaga orquesta. Pero además, la joven prisionera dominaba varios idiomas. Esto le facilitó un trabajo en el Bloque Kanadá, donde se almacenaban las pertenencias de los deportados: maletas, zapatos, gafas, ropas... Ella encuentra también las postales, las cartas e imágenes de los prisioneros, los condenados a la cámara de gas, los desaparecidos, los torturados. Con ese material teje un plan para evitar que sus nombres y sus vidas cayeran en el olvido.
Basada en la historia real de Ella, Reyes Monforte escribe una de las escasas narraciones ambientadas en el Holocausto donde las mujeres desempeñan un papel protagonista: Ella, como guardiana de la memoria, escribe en el reverso de las postales los nombres de las víctimas; Mandel, como guardiana del mal, se los carga sin piedad. Ambas los entierran. Una por temor; la otra por ruindad.