Aquella tarde dorada. Peter Cameron
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Peter Cameron: el escritor de las tardes doradas

Aquella tarde dorada es la cuarta novela en la carrera de Peter Cameron y la más aclamada por la crítica. Se trata de una novela inteligente sobre la naturaleza azarosa del amor.

Jules Gund había nacido en Uruguay, en una hacienda cerca de Tacuarembó. Sus padres, judíos adinerados de origen alemán se instalaron en el país hacia 1945 huyendo del régimen nazi. Allí, en Ocho Ríos, esa gran mansión rodeada de cientos de acres y una mina de bauxita, nacieron y se criaron sus dos hijos varones: Adam y Jules.

Ya adulto, Jules Gund escribe, La góndola, una novela de culto aclamada por la crítica desde su publicación. Durante los años siguientes, el escritor trabaja en vano en otro libro, un libro autobiográfico que nunca llegó a publicar y cuyo manuscrito se esfumó de manera misteriosa tras su muerte. “Podría haber sido un libro bonito”. Pero ya nadie puede saberlo. Nadie podrá saberlo jamás. Ni siquiera Omar Razaghi, el joven licenciado en Literatura por la Universidad de Kansas que aspira a escribir la biografía (autorizada) de Gund.

Es en este punto cuando Peter Cameron inicia Aquella tarde dorada, una deliciosa novela sobre el amor y el destino, sobre la forma de encarar las decisiones importantes, decisivas, de la vida. Es 1995. Jules Gund lleva muerto varios años. En la inmensa hacienda, algo decadente y destartalada, vive la peculiar familia del escritor: su viuda, Caroline, su hermano, Adam, y su amante y madre de su hija, Arden.

Omar Razaghi dirige una carta a estos tres excéntricos albaceas donde les explica los motivos académicos, económico e intelectuales que le empujan a escribir la biografía de Jules Gund, solicitando al tiempo la autorización necesaria ello. Claro que él no contaba con que la negativa de ese trío de deliciosos dementes –“No creo en las biografías de los escritores”, dice Arden– le iba a dar la vuelta a la vida por completo. También a su carácter indeciso, un tanto ingenuo en ocasiones y en exceso complaciente con una novia (Deirdre), castradora de manual bastante irritante, por cierto. Así, con un montón de dudas bajo el brazo, una pequeña maleta y reducidas esperanzas de lograr sus objetivos se planta en Uruguay con el fin de intentar cambiar la opinión de Arden y Caroline, las más reticentes a consentir la biografía.

También ignora Omar que en el fondo está buscando un lugar en el mundo, su propio espacio, y en esa búsqueda inconsciente va a hallar un modo inesperado de entender la vida y la forma de estar en ella.

La mayor parte del relato transcurre entre la vieja quinta de los Gund, el antiguo molino perteneciente a la hacienda, ahora el hogar de Adam ­­­–y Pete, su joven amante tailandés–, y las tierras doradas de la familia donde el tiempo parece detenido. Cameron marca la cadencia de la trama a fuego lento, en la forma en que fluye la vida en un sitio de Uruguay en medio de la nada.

Peter Cameron construye la novela bajo en prisma de comedia romántica, tierna e inteligente, liberándola de todo andamiaje cursi o recargado. Al contrario. El cinismo devastador de Adam, el rencor latente en Caroline, la resistencia de Arden frente a la aniquilación emocional, la evolución de Omar, muestran la maestría del autor a la hora de crear personajes ciertos, verosímiles, bien trazados que luchan en todo momento por mantener su dignidad a salvo. La ausencia de melodrama y sentimentalismo barato dota al relato de una delicada ironía. La enfermedad, los secretos de familia, el amor y las encrucijadas de la vida se encaran con idéntica sensibilidad y sentido del humor.

El libro, editado originalmente en 2002, traducido al español por Araceli Arola y publicado en 2015 por Libros del Asteroide, es también una obra de espacios infinitos, sabores a durazno y tierra mojada, brillantes, tan dorados como su título. Los diálogos dan forma a esos horizontes inabarcables (e inabarcados) por las miradas individuales, sí por el conjunto de todas ellas. Y sus voces. El amor y las relaciones humanas se encargan de rellenarlos. Pero no en el sentido peyorativo del término, sino como el complemento necesario, como remata el relleno un pastel exquisito.

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