Fue en Forth Worth (Texas), el 19 de enero de 1921 cuando Patricia Highsmith asomó su cabecita a un mundo a punto de dar un vuelco. No llegó en buen momento. Sus padres, recién separados, se la cedieron a la abuela materna. Con ella creció hasta que a los seis años se trasladó a Nueva York junto a su madre y su padrastro. De él tomó el apellido. De su infancia, el sentimiento de abandono, afectos contaminados y un “intenso odio”.
Con estos antecedentes, cierta atracción por las conductas patológicas y una genialidad innata para la literatura, el desarrollo intelectual y personal de Highsmith pintaba complejo. Y así fue. Comenzó a escribir en plena adolescencia y, tras estudiar literatura inglesa, latín y griego en el Barnard College (Nueva York), publicó sus primeros cuentos mientras trabajaba como guionista de cómics. Extraños en un tren, su primera novela, vio la luz en 1950. Dos años después, bajo el seudónimo Claire Morgan, se atrevió con la homosexualidad femenina. El precio de la sal fue una provocación para la mentalidad hostil de la época, pero ella no se sintió en absoluto abrumada por los prejuicios sociales.
Adoraba a los gatos (“porque son fieras en miniatura con las que es fácil convivir”), hacía listas, fumaba como un carretero, bebía alcohol con asiduidad y escribía a pluma como si tuviera que ahorrar en vocablos. Que fuera una persona irritante, incluso molesta —Andrew Wilson, autor de Beautiful Shadow: A Life of Patricia Highsmith, asegura que podía llegar a ser violenta y tremendamente desagradable—, no le impidió idear un extraordinario universo (y legado) literario. Al contrario, su extraordinaria potencia creativa y su pensamiento radioactivo fulminaron cualquier recelo con respecto a su carácter complejo o su disruptiva manera de conducirse por la vida.
La obra literaria de Patricia Highsmith discurre por los tortuosos caminos de la mentira, la culpa, el crimen y la incorrección, se bambolea sobre el abismo que separa el bien el mal, coquetea con la crueldad, la ausencia de valores y las fobias personales (se reconocía antisemita, misógina y racista). Dueña de un pensamiento feroz, la escritora no dudaba en trasladar al papel su fascinación por el mal. De hecho, su asesino por excelencia es un ser amoral que mata con una indolencia inaudita y cuyos crímenes suelen quedar impunes.
Tom Ripley nació en Europa, tras un viaje de la escritora al viejo continente donde se sentía bastante más cómoda que entre la opresiva y puritana sociedad norteamericana. Y nació así, perverso, psicópata, desviado, excesivo. Él protagoniza cinco de las veintidós novelas que escribió a lo largo de su dilatada carrera profesional. La primera de ellas, El talento de Mr. Ripley (1955) le valió el Premio Edgar Allan Poe (quien curiosamente nació el mismo día que ella, pero de 1809) y el Gran Premio de la Literatura Policíaca.
Limitar el éxito y el universo creativo de la texana al mundo del crimen sería injusto, aunque hoy una de las mejores escritoras del negro del siglo XX. Su maestría ante la ambigüedad también exploró los campos del relato y el ensayo. Entre este último género cabe destacar Suspense, un texto personal en el que reflexiona sobre su manera de escribir y disecciona el proceso de creación de una novela de suspense.
Sus diarios completos, que serán editados este año en inglés —para disfrutarlos en español habrá que esperar unos meses—, darán fe de esa vida turbulenta y excéntrica, de los recovecos de esa mente privilegiada y radical que solía trasladar a la ficción. Los textos, descubiertos poco después de su muerte por su editora, Anna von Planta, y el albacea de su herencia literaria, Daniel Keel, recogen toda la intimidad que la autora siempre conservó para sí misma. Ella, tan reservada y enigmática incluso con sus amigos, estampó a mano en 56 cuadernos todos sus fantasmas y sentimientos más recónditos: su obsesión por la violencia, sus pensamientos sobre el bien y el mal, las experiencias personales y los conflictos relativos a su identidad sexual.