Estuve meses retrasando la lectura de Patria. Quería desterrar todos mis prejuicios. Abordar el texto con la mente virgen, libre de influencias ajenas. Quería estar segura de ser capaz de digerir cualquier clase de pensamiento que pudiera hallar en él.
Aún convencida de que no iba a toparme con ningún tipo de justificación del terrorismo etarra, temía enfrentarme a un alegato por la paz incondicional y el olvido. O, peor, a una especie de reivindicación nacionalista y rancia, infumable a estas alturas. Por la misma razón, evité leer cualquier crítica sobre la novela antes de enterrarme en ella. Porque sabía que iba hacerlo: demasiado tentador (y complejo) el argumento para pasar de largo.
De hecho, cuando hundí los ojos en sus páginas, la última novela de Fernando Aramburu era ya tan popular que había empezado a comercializarse la decimoctava edición. Eso en poco más de dos trimestres. La recién clausurada Feria del Libro de Madrid ha venido a consagrar su estrellato definitivo. ¿Merecido? En mi opinión, sí.
No es que sea la novela perfecta, como la mayoría de esas críticas (leídas a posteriori) se afanaron en proclamar. Es, desde luego, una narración impecable, fina, precisa, estructurada al extremo. No hay nada casual en sus más de seiscientas páginas, repletas de saltos temporales que mantienen la tensión sin desconcertar al lector. Tampoco en el lenguaje, tan contundente como la violencia que devastó el País Vasco (España, también) durante más de tres décadas. Menos aún en los simbolismos que salpican el texto de principio a fin. Como la lluvia.
En Patria llueve de forma incesante. A veces, con el ensañamiento del disparo a bocajarro. Otras, con la misma monotonía opresora del odio que se desliza día a día sobre pequeño pueblo vasco escenario de la obra. Aramburu se sirve de un clima exageradamente umbrío para incrementar la atmósfera hostil que se cierne sobre la vida de los protagonistas. Y el miedo sordo que domina la existencia de la mayoría: cobarde y mansa.
El autor hubiera querido, supongo, acercarse al terrorismo de ETA de manera imparcial. Sin embargo, ese aparente doble punto de vista —el de las víctimas y los verdugos— no es equidistante. Ni tiene por qué serlo. Aramburu no es un juez ni un historiador neutral. Como escritor que apuesta por saldar una deuda impagable con la parte más débil de un conflicto aún no resuelto, no tiene ninguna obligación de mostrarse desapasionado.
Es cierto que evita el patetismo, el morbo, el sentimentalismo excesivo. Apenas se escucha el estruendo de las bombas y los balazos en la nuca, apagados por un clamor mucho más intenso y doloroso: el del silencio. Muestra la sumisión y la sangre que presidían la vida de la Euskadi que no salía en la tele. También es cierto que los personajes pesan tanto como el plomo etarra. Que los construye a base de nombres sin apellidos; de realidades incontestables; de diálogos y autodiálogos demoledores. Sin embargo, la arquitectura psíquica de las víctimas y sus afines es mucho más sólida que la empleada para dibujar el fanatismo abertzale. En este punto las críticas disidentes aciertan. Los “malos” son ignorantes y lerdos, incapaces de tomar decisiones autónomas y, en consecuencia, de asumir sus propias responsabilidades.
Patria es un esfuerzo por comprender y hacer comprender treinta años de convivencia adulterada por el pánico y el radicalismo. Un himno contra la amnesia. Porque, pese a la entrega de armas escenificada hace dos meses, aún no se ha apagado el fuego ni cesado los eufemismos. Porque el odio no se ha disipado y no se puede (no se debe) blanquear el daño terrorista como, según lo políticamente correcto, parece que corresponde. Decía el autor en El País que “la derrota literaria de ETA sigue pendiente”. Y eso es lo que Aramburu pretende con este libro: iniciarla.
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Tusquets. Fecha de publicación: 06/09/2016. 648 páginas. ISBN: 978-84-9066-319-6.