“La honradez literaria de Miguel Delibes corre paralela a la de su entrañable personalidad”, escribía Rafael Alberti cuando el vallisoletano recibió el Premio Cervantes. Mucho antes de aquel lejano 1993, el autor de Cinco horas con Mario ya había forjado un estilo y un lenguaje superiores, ya había consolidado una trayectoria literaria próspera, cargada de éxitos y galardones más que merecidos de los que jamás se jactó.
Miguel Delibes (Valladolid, 1920-2010) hubiera cumplido 100 años el pasado 17 de octubre. Mucho después de aquel lejano 1993, los amantes de la excelencia literaria celebramos el centenario de su nacimiento, al tiempo que añoramos una ausencia que ya dura una década. Dos, si tomamos como referencia El hereje, la obra con que él mismo puso fin a su carrera tras el diagnóstico del cáncer que se lo llevó 11 años después.
Alto, delgado, de mirada melancólica y escrutadora, de boina perenne y perenne pantalón de pana. Botas de caza y chaqueta desgastada completaban la vestimenta habitual de un hombre extraordinario, riguroso, honesto, elegante. Virtudes que aplicaba tanto en su día a día como en su escritura. Él era la resistencia frente a un mundo que comenzaba a correr demasiado deprisa. Prefería el campo a la ciudad, la naturaleza al progreso “deshumanizado” y alienante, la cultura rural a la industrial, el trato personal a las camarillas — “Me gusta reunirme con la gente y conversar. Lo que no me gusta es conversar con la gente a codazos”—, la escritura reflexiva a las modas y las vanguardias.
Delibes niño se formó con las Carmelitas y los Hermanos de las Escuelas Cristianas de Valladolid. Su infancia transcurrió serena, como buena parte de su adolescencia hasta que la Guerra Civil interrumpe sus estudios en la Escuela de Comercio, que retoma después de un año alistado en las filas de la Marina. Al tiempo, estudió Derecho. Ninguna de las carreras finalizadas eran la ilusión de su vida, así que en plena posguerra, El castellano de tierra adentro, que amaba a los pájaros y la vida rural, consigue trabajo como dibujante en el Norte de Castilla.
Alternando docencia, paseos en bicicleta de Molledo (Santander) a Sedano (Burgos) para encontrarse con su novia, Ángeles Castro (con quien se casó en 1946) y práctica periodística logró cierta estabilidad económica y uno de sus mayores deseos: fundar una familia. Además, fue poco a poco descubriendo su atracción por la escritura. Una carrera (esta sí) verdaderamente vocacional cuya elección fue un acierto. No sólo le valió el Nadal del 47 por La sombra del ciprés es alargada, sino que le abrió un horizonte literario inesperado. Cercenada sin pudicia por el censor, Aún es de día se publicó con más pena que gloria. Nada lo bastante importante como para impedirle ir a por la tercera.
En los tiempos de El camino, continuaba Delibes trabajando como catedrático en la Escuela de Comercio, dibujando viñetas humorísticas y escribiendo críticas de cine en El Norte de Castilla —diario del que llegaría a ser director—. Corrían los años 50 y la censura del régimen atizaba férrea. Su postura a favor de los sectores desfavorecidos, su denuncia sobre la situación de los campesinos castellanos o la injusticia de las estructuras oligárquicas no le allanaban el camino. Finalmente, tras varios enfrentamientos con el entonces Ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, presentó su dimisión. Superó el duelo en Estados Unidos, concretamente en la Universidad de Maryland como profesor visitante en el Departamento de Lenguas y Literaturas Extranjeras.
Trabajaba siempre a mano y siempre hasta las dos. En silencio. Escribía con estilográfica sobre cuartillas de papel de periódico. A veces en Valladolid, en Sedano otras su espacio favorito. Apenas encontraba el hueco, escapaba a su refugio burgalés —a su pequeño huerto, a su escopeta, a su caña de pescar—. Su letra huesuda dibujaba personajes vivos ajenos a clichés y prototipos, desdoblados desde su propio ser, desde su propia experiencia vital, desde su incorruptible perspectiva ética. Y es que, en toda la obra de Delibes, persisten potentísimas cuotas autobiográficas e introspectivas camufladas en una ficción admirable.
En la prosa de Delibes las llamas caracolean en el hogar, algunas tierras negrean como extensas tizoneras, la gente miga el pan en el café y tiene pueblo. De ellos, de esa gente de pueblo aprendió el escritor el idioma de lo cotidiano, de las cosas sencillas y las existencias sobrias. En ellos encontró su propia voz, templada y escueta, y en los paisajes castellanos y “el estupor de sus campos”, la quietud necesaria para hundir el dedo (y llegar) hasta el fondo de la condición humana.
Carente de arrogancia, pródigo en dignidad, el maestro pucelano defendió su tesis sobre sobre el desarrollo exacerbado de la sociedad urbana a través de El sentido del progreso desde mi obra, el discurso escrito con motivo de su ingreso en la Real Academia Española (elegido el 1 de febrero de 1973) que pronunció el 25 de mayo de 1975. Un evento empañado por una de las circunstancias más tristes de su vida: la muerte un año antes de su adorada Ángeles, el eje de mi vida y el estímulo de mi obra pero, sobre todas las demás cosas, el punto de referencia de mis pensamientos y actividades.
Al ilustre académico le llovían los premios: el Planeta que rechazó en el 79 “por razones morales”, el Príncipe de Asturias (1982), el de las Letras Españolas (1991), el Cervantes (1993), el segundo —el primero lo obtuvo en el 55— Nacional de Narrativa (1999). Ningún éxito logró desviarlo de su honradez literaria, de su conciencia ética, de sus perdices, su escopeta y su caña de pescar. Ninguno nubló la transparencia ni la lucidez del hombre abrigado por los cielos de Castilla y la vida al aire libre.
Sirva esta pequeña nota para celebrar su centenario, releer su obra y honrar su legado.
+
Imágenes cedidas por la Fundación Miguel Delibes.
Galería de imágenes
-
1
-
2
-
3
-
4