Quienes han leído a Martín Caparrós saben de qué clase de literatura (o de reporteo) vamos a hablar en esta nota. Quienes no, están a punto de entrar en el fascinante universo del periodismo literario, por llamar de alguna forma a esa prosa viva construida sobre el arte de mirar que sólo algunos privilegiados logran trasladar al papel en blanco.
Informar con rigor y, a la vez, contar la historia. Relatar desde la ilusión y, a la vez, presentar la noticia. Y no olvidar jamás que se trata de periodismo. Es decir, hay datos y documentos, pruebas incontestables sobre hechos incontestables, hay archivos e imágenes; semanas, incluso meses de exploración sobre el terreno. Y, una vez organizado todo ese arsenal informativo, se puede empezar a disparar como el que practica en una galería de tiro o construir una fascinante película de acción repleta de recursos literarios, de metáforas, de emoción.
Martín Caparrós es ese señor argentino capaz de escribir una crónica periodística como si se tratase de una obra de ficción sin faltarle un ápice a la realidad, a la verdad, al dato contrastado, a la investigación. Porque, como dice la también periodista narrativa Leila Guerriero en su Zona de obras, “el periodismo narrativo es muchas cosas, pero es ante todo una mirada —ver, en lo que todos miran, algo que no todos ven— y una certeza: la certeza de creer que no da igual contar la historia de cualquier manera”.
Y eso es lo que hizo Caparrós antes de publicar El hambre allá por el 2014: mirarle al hambre a la cara, destripar las explicaciones, ponerle nombre a los números. ¿Cómo? Recorriendo de norte a sur toda la geografía de la escasez y la pobreza: desde la India y Bangladesh a Sudán, Níger y Kenia; tampoco olvidó las zonas más deprimidas América Latina o del primer mundo. E intentando comprender “¿cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?”.
Hoy, que la situación mundial es aún peor que hace siete años, Literatura Random House ha publicado recientemente una nueva edición revisada del ensayo de Caparrós. Hoy, que pandemia mediante, aquella raquítica mejoría experimentada al filo de la pasada década no es más que un espejismo de la esperanza, el periodista argentino ha actualizado los datos y las cifras, comprobando que la tragedia de la desnutrición —y todas las miserias que la rodean— crece de nuevo. Que la cantidad de hambrientos en Latinoamérica ha subido de 39 a 48 millones en tan solo cuatro años. Que en áfrica ha alcanzado los 250 (millones, ¡ojo!) y en Oriente Medio los 30. Aterrador.
Caparrós repasa una vez más las zonas del hambre no saciada, del “hambre desesperante de quiénes no pueden con él”; analiza de nuevo las diferencias entre un mundo y el otro, el de la hambruna, las desigualdades e injusticias. El narrador regresa, como aquella primera vez, al lugar donde le puso voz y cara al niño de las piernitas escuálidas que veía de crío en la tele, a los refugiados, a las víctimas de las guerras, a los damnificados por inundaciones, terremotos y otras catástrofes.
Todo ello desde el punto de vista del cronista que no quiere contar la historia de cualquier manera ni de repetir lo que otros ya han dicho. Del profesional que sabe que no basta con narrar, sino que hay que estar allí. Permanecer con el hambre, convivir con ella para no contar lo que ya sabemos, ni siquiera de la forma más cruda agitadora de conciencias. Vivir la incertidumbre, comprender la imposibilidad de pensar en el día próximo… Entender, en fin, la pobreza para poder contarla es lo que ha hecho este inmenso periodista/escritor/narrador/reportero. Y además lo ha hecho empleando recursos de ficción, con nervio y potencia narrativa, sin caer en la trampa del amarillismo o el morbo de relatar las miserias ajenas. Sublime.