El arte hay que entenderlo con la piel, la mirada, el gusto, el olfato. O no entender absolutamente nada y estremecerse. Igual entender el arte consiste en embobarse ante el discurso voluptuoso de Ingres, la carnalidad de Rubens, la alquimia de Brueghel o el genio barroco de Velázquez. O simplemente se trate de perseguir la belleza o la transgresión, o la belleza y la transgresión. Quizás para entender el arte basta con detenerse, deleitarse con el mero hecho de imaginar el perfume a óleo y trementina de un viejo taller flamenco, retener entre los dedos la textura los rayos de luz sobre el platino fotográfico o beberse a mordiscos los pigmentos del azul Klein.
El verdadero reto surge cuando se intenta transmitir esa emoción, explicarla a los demás.
En ocasiones contemplar el arte no es cómodo ni placentero. Muchas piezas producen tal desasosiego que pararse frente a ellas es como ganarle una apuesta a la mirada del autor. O a la propia. Luchar, por ejemplo, contra el disturbio interior que desencadena un lienzo en llamas de Kiefer, toda esa carne retorcida de Francis Bacon o cualquiera de las Estampas de guerra de Castelao supone un desafío contra el universo creativo del artista que nos obliga a mirar la desarmonía, la crueldad de las guerras o lo que fuera que quisiesen representar. No sabemos si aproximarnos o huir. Al final cada espectador reacciona a su manera, interpreta a su manera, se revuelve (o no) a su manera.
Lo que nos devuelve a la cuestión primera: cómo explicar la sensación.
Mientras resolvemos la fórmula de cómo entender el arte, cómo contemplarlo o cómo explicar a los otros las emociones o conmociones que nos provoca, he aquí ocho libros que igual no resuelven todas nuestras dudas, pero seguro nos hacen disfrutar de la pintura, la fotografía, la escultura o la ilustración. Incluso es posible que nos clarifiquen las últimas tendencias artísticas, a veces tan efímeras como las performances, otras tan persistentes como la escultura contemporánea. Ocho libros que narran sensaciones y nos ayudan a no confundir el barroco con el romanticismo o el neoclasicismo con el arte renacentista.
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