Casey Cep es escritora y periodista. Trabaja habitualmente en The New Yorker. Antes había publicado en The New York Times, The Paris Review y The New Republic. En 2015 descubrió la existencia de un manuscrito inédito firmado por Harper Lee a finales de los 70. Pero no se trataba del polémico Ve y pon un centinela (Go Set a Watchman). Para la publicación de esta segunda novela de la autora de Matar a un ruiseñor aún faltaban unos meses. Para su muerte, poco más de un año.
El texto que cayó en manos de Cep no era la secuela —en realidad, la precuela, el borrador que su editora le encargó rehacer— que expulsó a Lee del selecto club de los escritores de un solo libro, sino una excelente segunda obra que hubiera hecho honor a tal destitución si se hubiera publicado. El reverendo jamás vio la luz. Aparte del título, numerosas entrevistas, un sinfín de notas a mano, una década de trabajo y los esbozos de una jugosa historia de muertes, pólizas de seguro millonarias y tres disparos a quemarropa a plena luz del día, Nelle Harper Lee no llegó a culminar el relato.
Volvamos 1978. Harper Lee viaja a Alabama. Lo hace casi de incógnito, en silencio, como solía desde la publicación de su primer y único éxito. Tampoco concedía entrevistas. Salvo la efímera aparición pública para hablar de su amigo Truman Capote en el 76, permanecía en el anonimato de su apartamento en el Upper East Side neoyorquino. ¿El motivo del viaje? Un juicio por asesinato, rodeado de morbo, rumores y gran expectación. El muerto era el reverendo Willie Maxwell, el asesino Robert Burns.
Maxwell no despertaba simpatía alguna entre sus vecinos. Algunos decían que era el líder de una secta vudú; otros que se trataba de un sujeto sin escrúpulos, más adicto al dinero que al misticismo. La mayoría sospechaba que mató a cinco familiares —entre ellos dos esposas— para embolsarse una fortuna cobrando los correspondientes seguros de vida. Casi todos le temían en Alexander City, el pequeño pueblo sureño donde se desarrolló la tragedia. En agosto de 1970, la primera esposa de Maxwell fue encontrada muerta, molida a palos en el interior de su vehículo. Dos años después le tocó el turno al hermano. A él le siguieron la segunda esposa, el sobrino y la hijastra del reverendo.
Aquel día de junio del 77 hacía un calor viscoso en Alexander City. En la capilla donde se oficiaba el funeral de Shirley Ann Ellington no cabía un alma. La tensión y el sudor chorreaban en el interior del recinto. La niña de 16 años era la última y sospechosa muerta del entorno familiar de Maxwell. En pleno sermón, Burns impartió justicia ¿poética? a balazo limpio contra la cabeza del predicador. Pim, pam, pum. Trecientas personas fueron testigos. No obstante, su abogado, Tom Radney logró que le absolvieran. Él, que también había sido el defensor del propio reverendo Maxwell todas las veces que se le acusó de asesinato, era en aquella época uno de los pocos letrados blancos que defendían a negros en el estado sureño.
Con la ayuda de Radney, Lee indagó, acumuló rumores y fantasías, removió investigaciones policiales hasta tener la certeza de la culpabilidad y la codicia de Maxwell. Llegó incluso a considerar la complicidad de un par de sujetos en, al menos, dos de los crímenes. Con esa montonera de datos e ilusión a raudales se instaló en una cabaña a orillas a orillas del lago Martin a escribir su historia. Y con las mismas, se esfumó. Lo hizo pese a su fascinación por los crímenes, por el caso Maxwell y por las rarezas de la vida sureña.
Casey Cep retoma la historia justo en el momento en que Lee se desvanece. De ahí que la tercera parte de Horas cruentas la dedique a indagar sobre las cuestiones que impidieron a Lee escribir la novela, sus complejidades como autora, las dificultades a las que se enfrentaba, las razones de sus bloqueos creativos. En paralelo, narra los respectivos periplos del reverendo y de Tom Radney.
Libros del K.O. publicó el pasado 2 de noviembre la versión en español de la obra de Casey Cep, Horas cruentas. La historia del libro inconcluso de Harper Lee, traducida por María Alonso Seisdedos.