Nino Haratischwili me sorprendió por su juventud. Antes de comenzar a leer la novela, la sinopsis de La octava vida ya pintaba como una ambiciosa obra escrita en la tradición de las grandes novelas rusas del siglo XIX. Tal desmesura literaria me parecía más propia de una persona madura que de una mujer nacida en 1983, que es cuando la autora georgiana vino al mundo en Tiflis, un día del mes de junio.
Tras las dos primeras frases del prólogo –“En realidad, esta historia tiene varios comienzos. Me cuesta trabajo decidirme por uno, porque todos dan como resultado el comienzo”– supe que estaba ante un novelón de esos que me iba a enganchar. Así fue. Porque el acontecer de La octava vida (para Brilka) posee todos los ingredientes de las grandes novelas río de la Rusia decimonónica (incluida la extensión), pero también la agilidad narrativa inherente al estilo actual.
Durante su adolescencia, Nino Haratischwili vivó con su madre en Alemania, donde se trasladó definitivamente en 2003 después de la caída de Eduard Shevardnadze como presidente de la, en aquel momento, recién reestablecida República de Georgia. Desde entonces reside en Berlín. Allí llegó para completar su formación en teatro en la universidad alemana.
En La octava vida, su tercera novela y publicada en 2017, es Niza quien narra a Brilka (su sobrina de 12 años) la historia de su familia. Cuando el libro se abre en el año 2006, Brilka acaba de dejar una nota en un hotel de Ámsterdam anunciando su huida y su nula intención de volver a Georgia con su grupo de baile. Está a punto de subir a un tren con destino a Viena, con tres peniques en el bolsillo y un bocadillo de atún en la mochila. Como una extensa carta que se inicia ese mismo año en Berlín, la autora se remonta a través de la voz de Niza (tan desarraigada como su pequeña sobrina) a la Georgia del cambio de siglo. Ochocientas páginas después Nina se encuentra al fin con Brilka.
Haratischwili recorre prácticamente un siglo de Historia, la de Georgia. En sus más de mil páginas se cruzan los personajes reales –el sanguinario Beria, llamado en la novela “Pequeño Gran Hombre”, Stalin siempre mencionado como “el Generalísimo”, Gorbachov, Shevardnadze– que marcan (incluso determinan) las existencias de sus protagonistas: Stasia, Christine, Kostia, Kitty, Elene, Daria. Seis generaciones y otras tantas historias a las que Niza añade la suya, mientras espera la de Brilka, esa octava vida que aún falta por escribir, en la última página (en blanco) de la novela.
Sobre todas ellas se escurre el sublime y tórrido sabor de la receta (secreta) inventada por el padre de Stasia, el maestro chocolatero que quiso convertir Tiflis en la “Niza del Cáucaso”. El espeso chocolate fundido posee la magia de redimir las penas más profundas pero, como todo hechizo, oculta una maldición: la de arruinar la vida de todo el que lo prueba.
La autora, nacida en tiempos turbulentos marcados por la guerra civil, la crisis económica y la pérdida de valores, ofrece un amplio panorama del viejo imperio ruso, un magnífico retrato de la perversidad del régimen soviético (incluidas las purgas, las venganzas, los gulags), las huellas del totalitarismo, de la tensión de la Guerra Fría y una inspirada definición del nacionalismo georgiano tras la caída de la URSS.
Aborda la soledad, el exilio, la apertura que trajo la perestroika, los conflictos independentistas, todo ello perfectamente engarzado con la culpa, la decepción, la violencia, los temores y también las ilusiones, los deseos, las ambiciones, la valentía (o la cobardía) de los diferentes personajes que cabalgan entre la necesidad de huir o la opción de resignarse.