Era febrero de 2020. Ya sabíamos de la existencia de un virus que campaba a sus anchas por la provincia china de Wuhan. Aquello nos parecía entonces tan lejano que nos dejamos llevar por las informaciones oficiales patrias —“es una simple gripe”, “en España no habrá más que uno o dos casos aislados”— con ingenuidad conmovedora. En ese tiempo ahora tan remoto y añorado, Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) recibía el premio literario Las Librerías Recomiendan 2020 por su ensayo El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo.
Afirmaba el jurado de los libreros que “no podemos sino unirnos al sorprendente pero justo y creciente clamor que hay alrededor de este ensayo, que ha logrado un aplauso unánime, convenciendo a lectores, libreros y críticos de muchos tipos”. Lo que no podían saber es que este delicioso libro sobre los libros iba a convertirse en el bálsamo de introspección imprescindible en el brumoso futuro que acechaba tras la cortina del invierno. Porque no era la primavera quien nos aguardaba, sino un terrible tempestad en forma de pandemia que todavía brama en el idioma del infierno.
¿Y por qué lo considero ese bálsamo imprescindible para viajar al fondo de nosotros mismo y elevarnos, a la vez, por encima de todas las fronteras geográficas y temporales conocidas? Pues porque es el amor a los libros la realidad que sobrevuela cada una de las páginas del ensayo. Quienes fuimos inoculados con el veneno de las letras ya sabemos de sus efectos terapéuticos permanentes. Además, la prosa de la escritora maña sitúa su personal homenaje al libro por encima de los tecnicismos del ensayo y el lenguaje canónico. Como asegura Alberto Manguel (Babelia, El País), la autora “ha decidido sabiamente liberarse del estilo académico y ha optado por la voz del cuentista, la historia entendida no como ristra de documentos citados, sino como fábula”.
Irene Vallejo —Doctora en filología clásica por la Universidad de Zaragoza y l’Università degli Studi di Firenze con una tesis sobre el canon literario grecolatino— sintió la llamada del mundo antiguo desde niña. Todo empezó, dice la escritora, cuando una noche de infancia su padre le narró el encuentro de Ulises con las sirenas. Intoxicada sin remedio por el embrujo de las leyendas grecorromanas no pudo resistirse a los enigmas del lenguaje ni al silencio de un universo evaporado que persiste a través de la palabra escrita.
Mientras escribo este texto, leo en Twitter (y me distraigo de lo que me ocupa) diversos hilos de arte que conmemoran el nacimiento de Yves Klein. Historiadores actuales llenan sus muros de ese azul divino que creó el francés. No sé por qué lo asocio a ese silencio que mencioné antes. Tal vez porque me fascina el color ultramar; tal vez porque su textura me hace evocar el poder aglutinante de las letras perfectamente combinadas, y su inmaterialidad a “lo más abstracto en la naturaleza tangible y visible: el cielo y el mar”, como escribía el propio Klein.
Todas estas sensaciones me devuelven a lo que me ocupa: el poder aglutinador de las páginas encuadernadas. A la ausencia de dimensiones que adquiere el entorno mientras me zambullo en ellas y viajo más allá de lo tangible y lo visible. A la cadencia con la que Irene Vallejo recorre la vida de ese artilugio mágico que es el Libro (sí, con mayúsculas; eso es cosa mía), cuya historia ha superado todas las pruebas del tiempo.
El infinito en un junco es precisamente como navegar sobre treinta siglos de mar azul Klein. Un mar donde la suavidad de la prosa de Vallejo tan pronto se desliza como seda como desata una tormenta de emociones vestida de gris punzante contra catástrofes y abismos: las hogueras donde ardieron los libros prohibidos, “el gulag, la biblioteca de Sarajevo y el laberinto subterráneo de Oxford en el año 2000”.
La autora entremezcla pasado y presente con una habilidad asombrosa, sin que en la trama chirríe la delicadeza de los primeros papiros con la volatilidad de libros electrónicos; o la invención del alfabeto de signos con la sofisticación de las comunicaciones actuales. De eso trata esta historia: del universo del libro y su entorno, desde sus remotos orígenes hasta el incierto hoy.
También habla de las bibliotecas y bibliotecarios, de las primeras librerías ambulantes; de los periplos de las tejedoras de historias y las guardianas de la palabra que recorrieron los Apalaches cargadas de libros a su espalda poco antes de la II Guerra Mundial. No faltan tampoco los lectores, bibliópatas, coleccionistas y otras especies intoxicadas por las volutas de letras y su (nuestro) afán de atesorar versos y páginas escritas. Un apetito que viene de tan viejo que “los reyes —allá por los tiempos de Ptolomeo II— enviaron por los peligrosos caminos y mares del mundo conocido a agentes con la bolsa llena y órdenes de comprar la máxima cantidad posible de libros y de encontrar, allí donde estuvieran, las copias más antiguas”.
Trata, en fin, de los que escriben —y menciona expresamente a la sacerdotisa Enheduanna, quien firmó el primer libro conocido un milenio antes que Homero—, los hacedores sin cuyas historias las páginas estarían en blanco, los inventores de ficciones “para dar sentido al caos y sobrevivir en él”.