Decían de ella que una mujer de armas tomar, desinhibida, inteligente y dueña de un fuerte carácter y una personalidad arrolladora. En efecto, Emilia Pardo Bazán encaró la vida que la sociedad tenía pensada para el sexo femenino con una actitud desafiante, erigiéndose (hay consenso al respecto) como la primera feminista española, junto con Concepción Arenal. También fue la primera mujer en presidir la sección literaria del Ateneo y la primera catedrática de la Universidad Central de Madrid. Académica no pudo ser: se lo impidió hasta tres veces todo aquel contubernio masculino que dominaba la institución.
Pero antes de hablar de todo esto, debemos retornar al 16 de septiembre de 1851, el día que nació en La Coruña Emilia Pardo Bazán y de la Rúa Figueroa. Lo hizo en el seno de una familia aristocrática, culta y lo bastante solvente como para que la pequeña creciera de manera desahogada y con acceso a una excelente formación. Tuvo la suerte, además, de contar con el apoyo paterno cuando se empeñó en rechazar el sistema educativo diseñado para las escuelas de niñas. No tenía interés alguno en materias como economía doméstica, doctrina cristiana, costura y otras labores específicas del hogar.
Ella, brillante, inquieta y curiosa desde muy chiquita, sentía fascinación por la literatura. Así que, siguiendo los consejos de su padre —“si te dicen alguna vez que hay cosas que los hombres pueden hacer y las mujeres no, di que es mentira porque no puede haber dos morales para dos sexos”— estudió y aprendió por sí misma todo lo que le negaba la enseñanza oficial. Fue siempre una lectora incansable desde los 8, un escritora precoz (a los 13 escribió su primera novela, Aficiones peligrosas, que se mantuvo inédita hasta 2011) y una adolescente insumisa que reivindicaba el derecho a la educación de la mujer, la independencia y una función social activa, fuera del ámbito doméstico.
Resultó ser, en cualquier caso, una pequeña falla, alguien de quien no se esperaba que fuera a evolucionar así. O sí. Porque su insaciable afán de conocimiento le conducía por derroteros muy alejados del guion establecido. Aunque jamás tragó con el discurso androcéntrico del XIX, sí aceptó algunos de sus preceptos (pocos), que también con el tiempo acabaron a jirones en el contenedor de las malas costumbres. Entre ellos su matrimonio de conveniencia con José Quiroga, un joven de buena familia con quien tuvo tres hijos: Jaime, Carmen y Blanca.
Escritora, periodista, traductora, crítica literaria, editora, catedrática universitaria… Todas esas metas logró alcanzar doña Emilia sin traicionar sus convicciones ni agachar el lomo ante las críticas, los agravios de la “hueste insultadora” y la discriminación. No obstante, la escritura le valió alguna que otra ruptura sentimental. La primera con su marido. A raíz de la publicación de un volumen recopilatorio de una serie de artículos periodísticos en los que expresaba su adhesión al naturalismo francés. La cuestión palpitante (prologada por Clarín) le abrió la puerta grande del mundo literario patrio, pero también supuso un escándalo social de tal calibre que Quiroga le pidió que dejase escribir. Algo que la condesa Pardo Bazán no estaba dispuesta ni siquiera a considerar.
Decidida a vivir de manera independiente, exclusivamente de su trabajo como escritora, publica en los siguientes años las dos obras que la consagraron definitivamente: Los pazos de Ulloa (1886) y La madre naturaleza (1887). No cesaron los ataques contra su persona, su manera de vivir sin pedir permiso. “La marejada vino, como suele venir contra toda innovación, coronada de iracundos espumarajos y acompañada de roncos mugidos de cólera”, escribe. Poco después, a partir de 1890, tras abandonar el naturalismo, explora el idealismo y simbolismo. También consolida su faceta periodística —cuya producción es difícil de calcular— y su tórrida relación con Benito Pérez Galdós.
Ella huía de las etiquetas. Se consideraba ecléctica —“todo el que lea mis ensayos críticos comprenderá que no soy idealista, ni realista, ni naturalista, sino ecléctica”— y no aceptaba encasillamientos estilísticos. No obstante, Insolación (1889) es calificada como uno de los mejores ejemplos del realismo decimonónico. Esta novela, que dedicó expresamente a José Lázaro Galdiano “en prenda de amistad”, le valió la ruptura con Galdós. Y es que la obra en cuestión parece evocar el flirteo de doña Emilia con el intelectual. Él era joven (11 años menor que ella), atractivo y culto y al canario no le hizo ninguna gracia la aventura. Así terminó la historia, con una carta del escritor (que no se conserva) y una respuesta de la gallega que sí es de dominio público.
La editorial Reino de Cordelia —adelantándose al centenario del fallecimiento de Emilia Pardo Bazán— publicó a finales de 2020 la mencionada Insolación, una de las mejores y más ignoradas obras de la escritora coruñesa, que se enfrenta a las costumbres sociales de su tiempo. Tanto que hoy se considera la novela más feminista de doña Emilia, quien jamás ocultó su su tendencia a hablar con libertad y a desentenderse del qué dirán.
La edición, ilustrada por Javier de Juan y prologada por Luis Alberto de Cuenca, recupera el texto en el que la autora hizo más patente sus reivindicaciones con respecto a los derechos femeninos. En ella, Pardo Bazán “desarrolla un argumento tan sugestivo como valiente: un girl meets boy con claro y evidente protagonismo de ella sobre él, en el ambiente recatado, pudibundo y asfixiante que reinaba en España durante las décadas finales del siglo XIX”, escribe de Cuenca en el prólogo.
Francisca de Asís Taboada, marquesa de Andrada, es la protagonista de esta tórrida historia de amor, liberación y desafío contra la buena moral el puritanismo decimonónico. Diego Pacheco, gaditano, apuesto y rasgos donjuanescos, se alza como la contraparte masculina. Pero es la marquesa, muy al estilo pardobazanesco, quien maneja la evolución del flirteo.