Hace unos días leía en una revista francesa de divulgación cultural que, transcurridos setenta años desde la primera versión en francés de 1984 (Amélie Audiberti. Gallimard, 1950), el texto de George Orwell —ya de dominio público— ha sido objeto de diferentes traducciones bastante heterogéneas. Una de ellas, firmada por Philippe Jaworski y también publicada por Gallimard, incluye un minucioso análisis literario tanto de la novela como del pensamiento orwelliano.
Afirma Jaworski que la sociedad de vigilancia orwelliana no enseñó nada nuevo a los lectores de finales de los 40 ni tampoco a los contemporáneos que hayan examinado con detenimiento la obra de Hannah Arendt, Claude Lefort o Michel Foucault o escuchado los testimonios de supervivientes del nazismo y los campos de concentración estalinistas. “Orwell es un moralista, un satírico, un heredero de Swift y Dickens, un gran novelista... pero no un pensador”.
Tal aserción —tan rotunda y sorprendente— me llevó a revisar mi propia opinión sobre el autor, la novela y la distopía. No con la intención de adherirme a la de Jaworski, sino con el fin de reflexionar sobre el uso que hoy, a causa de la arbitrariedad de las imposiciones pandémicas, hacemos de los conceptos orwellianos. Y también con respecto a la idea tan extendida actualmente de considerar a Orwell un visionario, que tampoco.
Está claro que 1984 es una sátira política incisiva, directa, áspera, brutal incluso. Sin embargo, aunque para el autor tal fecha era el futuro, la novela dista mucho de ser una profecía. Como él mismo insistió en aclarar constantemente, se trata de un sarcasmo, una hipérbole irónica del momento histórico concreto en que lo escribió. En efecto, casi todas las atrocidades futuristas descritas en 1984 ya habían sucedido. De hecho, Orwell se inspiró en hechos muy concretos del entonces pasado reciente, incluida la breve experiencia personal del autor en la Guerra Civil española en 1937.
Uno de los acontecimientos que George Orwell (India, 1903- Reino Unido, 1950) investigó de manera exhaustiva —y que forjó el carácter literario de los protagonistas de la novela— fue la Gran Purga estalinista. El origen de aquel juicio mediático por el que miles de ciudadanos soviéticos fueron fusilados o recluidos en campos de prisioneros fue la conspiración trotskista para acabar con el Stalin. La realidad: la excusa perfecta para depurar el Partido Comunista de elementos contrarios al líder.
Por supuesto aquella patraña jurídica contó con pruebas falsas, testigos de dudosa credibilidad y declaraciones logradas bajo amenaza o tortura. Entre ellas, fue flagrante la urdida en torno a E.S. Holtzman, quien confesó ante el tribunal haberse reunido con el hijo de Trotsky en el hotel Bristol de Copenhague en el año 1932 para ultimar los detalles del complot. Tras el juicio, la prensa danesa confirmó que tal establecimiento se había demolido en 1917.
Al igual que sucedió en el contexto europeo previo a la II Guerra Mundial y en la Rusia estalinista, Orwell recrea allá por el 1949 un universo delirante donde los gobernantes reescriben el pasado, deciden qué es lo verdadero (incluso contradiciendo a la ciencia) y vigilan a la población de manera férrea con el fin de perpetuarse en el poder y sofocar cualquier intento de pensamiento individual. La estructura opresiva ideada por el Gran Hermano se nutre de numerosos instrumentos de manipulación, tanto físicos (micrófonos, telepantallas, textos doctrinales, la neolengua) como psíquicos (los dos minutos de odio dedicados al linchamiento), así como de peones adeptos al régimen absolutamente faltos de autonomía personal (Winston Smith, el interrogador O’Brian o Julia, la “escribidora” de novelas).
Son obvias las similitudes entre Holtzman y los traidores orwellianos (Jones, Aaronson y Ruterford) bajo el mando de Emmanuel Goldstein, el Trotsky euroasiático. Como inequívocas alegorías a las instituciones propias del régimen soviético, organismos ficticios como el Ministerio de la Verdad, la Policía del Pensamiento o la ideología totalitaria del Ingsoc. Aterrador.
Profecía o no, lo cierto es que el temible e infame totalitarismo orwelliano se asemeja cada vez más peligrosamente a la nueva sociedad de vigilancia de nuestro siglo XXI. Una situación mundial inquietante que la pandemia ha contribuido a agravar. Tal regreso al futuro ha disparado las ventas de la obra de George Orwell en todo el mundo. Y es que, como afirma el autor de la crítica literaria a la que me refería al inicio de esta nota, Jean-Jacques Rosat, “Orwell es, como Maquiavelo, un pensador de la contingencia y la voluntad”.
+
En España, Penguin ha publicado recientemente “la edición definitiva” de 1984, traducida por Miguel Temprano García y avalada por The Orwell Fundation. ISBN: 9788499890944.