“Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que ha existido jamás”. Es obvio que Aleksy aborrece a su madre. No le perdona la ausencia, el abandono, el recuerdo de una vida herida y la amargura de la culpa. En las primeras páginas de El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, el primer antihéroe de Tatiana Ţîbuleac escupe todo el rencor acumulado durante los años de encierro en un psiquiátrico.
El adolescente sale de la institución psiquiátrica para pasar el verano con su madre y un encargo por cumplir. Su terapeuta le recomienda reconstruir las emociones de su infancia, el día del accidente en que su hermanita Mika murió, el vacío, la ausencia permanente. Es, según él, la única forma de que Aleksy supere los traumas del rechazo, la rabia y el desamparo, la herida del desamor.
A través de la mirada aceituna de su madre —“Los ojos de mi madre eran mis historias no contadas”—, el protagonista convertido en un pintor de éxito, un señor maduro dueño de sus turbaciones, va mitigando el odio, apaciguando su desvalimiento. Mecido por la brisa tibia de un pueblecito del sur de Francia, Aleksy inicia el proceso de reconciliación con su vida. Pero hay un hecho (irreversible) que él todavía desconoce.
Tatiana Ţîbuleac nació en 1978 en Chisináu, Moldavia. Hija única de un periodista y de la correctora de un periódico, empezó a colaborar en diferentes como traductora, correctora y reportera, mientras estudiaba en la universidad. El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes es su primera novela. Se publicó en Rumanía en 2016. Hace unos meses, Impedimenta la trajo a España traducida por Marian Ochoa de Eribe.
Su prosa es directa, brutal, a veces cruel, construida sobre la precisión de la frase corta, la brevedad de recursos y la exactitud del lenguaje periodístico. Sin embargo su capacidad para la alegoría y la carga poética de las imágenes apaciguan el estilo descarnado de la autora. En esta novela, Ţîbuleac explora los límites del dolor humano, la evolución de los sentimientos y la necesidad del perdón. Vivir con rencor puede alcanzar niveles de toxicidad insospechados para quien los sufre. Aborda tabúes, secretos ocultos bajo las alfombras, sin detenerse ante la violencia, la culpa o la frustración.