A las 6 de la mañana del 11 de febrero de 1963, Sylvia Plath entró en la cocina de su apartamento londinense. Le preparó a sus dos niños —Frieda y Nick— un desayuno contundente, se lo llevó al dormitorio y regresó a la cocina. Selló con toallas cualquier resquicio de ventilación, metió la cabeza en el horno y abrió la espita del gas. Había cumplido los 30 pocos meses antes.
Plath se inició en todo muy joven. También en la escritura. Tenía ocho años cuando dedicó a su padre recién muerto su primer poema y, aunque siempre se consideró una escritora mediocre, cuando ingresó en el Smith College —una universidad privada femenina ubicada en Northampton, Massachusetts— ya llevaba en su mochila un repertorio considerable de textos, cuentos y poemas que anotaba en sus diarios con una disciplina férrea. Todos ellos tan intensos y profundos como sus propias emociones.
Brillante e insegura, pasó su corta vida obsesionada con la muerte y la perfección. “Nunca jamás conseguiré la perfección que anhelo con toda mi alma… mis pinturas, mis poemas, mis cuentos”, escribía a finales de los 40. Se debatía igualmente entre la libertad y su rol femenino, entre sus deseos de escribir y tener éxito y el temor a no ser la esposa que debería, entre la frustración profesional y la personal… Semejante batiburrillo emocional, aparte de su extremada sensibilidad e inteligencia, contribuyó a embarrar su existencia.
Sylvia Plath nació en Boston en 1932. Su padre, Otto, entomólogo de prestigio de origen alemán, fue un hombre autoritario y austero cuya muerte marcó para siempre la relación de la pequeña Plath con la religión (“nunca volveré a hablar con Dios”, dijo), pero también con su madre. Ella, Aurelia Schober, que había renunciado a su carrera profesional en aras del éxito de su marido, recuperó el control familiar y su trabajo como profesora en la universidad. Estas circunstancias empujaron a la familia, abuelos incluidos, a trasladarse a Wellesley, en el condado de Norfolk.
La vida con sus abuelos maternos proporcionó cierta serenidad a la niña que, además, disfrutaba enormemente de sus estudios en la Gamaliel Dradford High School. Allí dibujaba, tocaba el piano, escribía y sacaba matrículas de honor. También comenzó a publicar sus poemas y ceuntos en el Boston Herald, a salir con chicos y estudiar un programa especial de literatura impartido por el profesor Crockett, junto a un escogido grupo de alumnos.
La universidad trajo de vuelta a todos sus demonios conocidos —la esperanza de convertirse en escritora, el deseo de encontrar un “buen” marido, la angustia de renunciar—, algunos otros hasta entonces inexplorados y con ellos el desequilibrio, la depresión, la terapia y el primer intento de suicidio. El fruto de este turbulento periodo fue La campana de cristal, su primera y única novela, que se publicó póstumamente y en la que relató aquel el infierno interior del verano del 52, que le privó hasta de la capacidad de escribir. La bella joven de Smith regresó a las clases, se graduó summa cum laude y ganó una beca Fulbright para estudiar en Cambridge, pero ya no fue la misma.
Su matrimonio con Huges —a quien conoció en Londres—, lejos de proporcionarle el sosiego tan ansiado, le asfixiaba. Y eso que felicidad de ser madre y las buenas críticas que recibía por sus publicaciones en The New Yorker le alentaban, aunque no lo bastante como para deshacerse de esa horrible sensación que le persiguió siempre: la de tener que elegir.
Los últimos meses de su vida, ya separada, coqueteaba con la muerte más de lo que solía. Ted vivía con otra mujer, Assia Wevill, también poeta y también suicida. Sylvia se sentía sola y vacía, lo que compensaba escribiendo a destajo sobre el amor, sobre la muerte, sobre la vida… “Morir es un arte, como todo. Yo lo hago excepcionalmente bien. Tan bien, que parece un infierno. Tan bien, que parece de veras”. Estos versos pertenecen al poema titulado Señora Lázaro, uno de los 25 que reunió en Ariel, su último poemario publicado de manera póstuma en 1965. Fue su marido quien editó el manuscrito original, incluyendo algunos de los poemas que Plath había escrito durante las semanas previas a su muerte
Nórdica Libros recuperó Ariel en noviembre del pasado año, traducido por Jordi Doce e ilustrado de forma exquisita por Sara Morante. La recopilación, como expresa la propia editorial, “resume todas las virtudes del estilo de Plath, de una intensidad expresiva y metafórica fuera de lo común, pero también cercano y lleno de delicadeza. Uno de los poemarios más influyentes de nuestro tiempo”.