Nació Chloe Ardelia Wofford, en Ohio, en 1931. Creció en una familia humilde juntos a sus cuatro hermanos y trabajó como empleada doméstica durante la Segunda Guerra Mundial. Pero el ímpetu indomable, la vehemencia agreste, el carácter indómito de Toni Morrison no le permitió amoldarse a la vida anodina —como máximo— diseñada para la población negra estadounidense de la época. En 1949 se inscribió en la Universidad Howard —llamada la Harvard Negra— de Washington, donde estudió literatura y filología inglesa. Tras licenciarse trabajó como profesora en la Texas Southern University (Houston), la Universidad Howard y otros centros académicos.
El reconocimiento literario le llegó con la cuarentena, un año después de escribir Ojos azules. A esta primera novela le siguieron diez más. Entre ellas Beloved (Pulitzer 1988). Inspirada en la vida de la esclava fugitiva Margaret Garner durante la Guerra de Secesión americana es tal vez la más representativa de su escritura cruda, junto a Jazz y Paraíso que completan la trilogía.
La identidad, la cuestión racial, la injusticia social derivada de la diferencia de clases, los abusos y la discriminación planean sobre toda su obra. La tejen, más bien. Toni Morrison tira de cada uno de estos hilos para urdir, para mostrar, el entramado más sangrante de la historia norteamericana: el racismo y la lucha por los derechos civiles de la población negra. Para ello entremezcla realidad y ficción a través de una prosa potente, eficaz, precisa, desoladora, bellísima.
Pero su propósito iba más allá de transmitir el sufrimiento y la explotación de los afroamericanos, de sobra conocido en el país (incluso por los que miraban hacia otro lado, lo negaban o lo fomentaban). Convencida de que la historia y el lenguaje le había sido usurpado sin miramientos a la comunidad negra —sesenta millones de personas fueron víctimas de la esclavitud en EEUU—, Morrison pretendía devolvérselo. Restaurar la dignidad a quienes les había sido arrancada era el fin primordial de su proyecto literario, vital. De ahí la insistencia, la obstinación de repasar el mundo a través de su mirada, de los ojos que inciden una y otra vez en la cuestión racial y la transmisión de la cultura negra.
Leer a Toni Morrison no es fácil. Ella quería escribir “en negro”, en afroamericano y durante ese proceso de búsqueda halló su propio lenguaje, su propia voz. La voz capaz de mezclar, como el jazz más puro, todos los sonidos de la lengua, jugar con ellos hasta retorcerlos, enredarlos, y expresar así su resistencia, su ira, sus sueños rotos. También su alegría, como hacían los esclavos con sus blues mientras se dejaban la piel en los algodonales y los látigos de sus carceleros.
Ella, que siempre deseó que ganara el Premio Nobel una mujer negra, lo fue del de Literatura en 1993 por “su arte narrativo impregnado de fuerza visionaria y poesía que ofrece una pintura viva de un aspecto esencial de la realidad norteamericana”. Con tan sólo seis novelas publicadas entonces, saboreó el triunfo en su propia piel oscura. El color que analizó hasta extremo, por su experiencia, por la ajena, por los estereotipos, por la exclusión, por la raza, por la vida cotidiana, por la extraordinaria. Dejó al descubierto en su obra las cicatrices de la sociedad y del pasado, de la realidad, la verdad y la memoria.