Se fue en 2014, un mes antes de cumplir 89 años. Hace apenas un mes, la editorial barcelonesa Blackie Books presentó la antología literaria de la grandísima escritora que fue y será. El libro de Ana María Matute repasa su vida y su obra a través de un entramado literario donde se mezclan recortes de prensa, páginas de su diario, los dibujos y cuentos que hizo de pequeña (y de mayor), fotografías, cuadernos de notas, extractos de su obra y textos inéditos.
Ana María Matute nace en Barcelona el 26 de julio de 1926. Su infancia transcurre entre Barcelona y Madrid, en un ambiente burgués y acomodado, católico y conservador. Su válvula de escape de los rigores escolares y las obligaciones era el pueblito riojano de Mansilla de la Sierra. Allí se mueve con libertad, al tiempo que descubre las desigualdades sociales y culturales. Allí comienza a formarse el universo literario descomunal que traslada a sus textos. Ana Mari, la de la Fundición, como la llamaban los paisanos de Mansilla, aparte de explorar los bosques se dedica a escribir y pintar sus historias.
Dotada de una imaginación prodigiosa y una capacidad de observación excepcional, comenzó desde muy niña a crear mundos, a colorearlos con los lapiceros que su padre le regalaba. Entre los 5 y los 14 años escribió e ilustró sus primeros cuentos. Infantiles, al principio, muy vinculados a las experiencias estivales en Mansilla y el difícil encaje de su mundo con el distante de los adultos, donde ella tampoco se sentía cómoda. Era la “rarita”, la niña con ideas, la que se enterraba en los libros, menos díscola de lo que pensaban quienes no la entendían.
Luego, un pantano (el pantano) inundó su infancia, se tragó a Mansilla entero con todos los bosques y todos los veranos. Fue en el 1949. Tardó once años en regresar al lugar donde vio al demonio y escuchó la hierba crecer. Otros tres en recoger sus recuerdos infantiles en El río. Pero antes de ello fue la guerra (y la posguerra). El trueno de las bombas y el silbido de las sirenas. Los ruidos que terminaron con su tartamudez infantil y le descubrieron el miedo, la impotencia, la incertidumbre y la muerte. La de verdad. A partir de la Guerra Civil, bajo la aún tierna prosa de Ana María Matute, comienzan a latir los sentimientos de pérdida, de ausencia, de desarraigo.
Ya en su primera novela, Pequeño teatro —escrita cuando tenía 17 años, publicada una década después— dejaba entrever los rasgos literarios que le acompañarían durante toda su trayectoria: la infancia, la iniciación, el descubrimiento del amor… y el realismo y la dureza social con la que presenta el sufrimiento de las personas. Le siguieron Los Abel y una serie de cuentos calificados como infantiles (que para nada) en los que, desde su particular perspectiva intimista abordaba la expulsión de la infancia, la pérdida de la ingenuidad. Y entraba a saco en los procesos emocionales de los niños, en su crueldad, en el modo en cómo integran y se integran en el mundo hostil que les rodea. Ella, que nunca perdió la inocencia —al menos, no del todo— y conservaba un viejo ejemplar de Peter Pan (el de James Matthew Barrie, nada de Disney) como un símbolo de la infancia, un recuerdo indeleble de la niña que fue y que jamás quiso abandonar, era capaz de reflejar ese aspecto entre despiadado y cándido de la mirada infantil hacia el mundo. Porque la infancia, decía, “es más larga que la vida”.
Se casó en 1952 con Eugenio de Goicoechea, el Malo. Un vividor, un poeta impostado que la hizo muy infeliz. La apartó de sus amigos, de su familia, de sus aficiones y el estilo de vida bohemio al que estaba acostumbrada. Cuando decidió separase de él en aquella España de los 60, los tribunales le arrebataron la custodia de su hijo Juan Pablo. Dos años estuvo privada del niño. No podía verlo, salvo cuando a escondidas su suegra se lo llevaba. En 1965 recupera al fin la patria potestad y la custodia. Al tiempo, obtiene una invitación oficial para impartir cursos en diferentes universidades norteamericanas. Allá se fue, a hacer las américas con el chavalín bajo el brazo. Feliz.
Feliz regresó y conoció a Julio Brocard. Felices ambos se instalaron en Sitges y con ellos Juan Pablo. Felices organizaban reuniones, tertulias, fiestas. Y ella, mientras, escribía sus cuentos de niños y sus novelas de niños y adultos. Y bajaba al bosque cada día a alimentar su imaginación, su fantasía, su universo literario. Hasta mediados de los 70, cuando de forma involuntaria cambió el ensueño por el agujero negro de la depresión. Allí habitó durante casi dos décadas. Metió a Gudú en un cajón con ruedas y no volvió a mirarlo en todo ese largo periodo. No volvió a publicar (sí a escribir. El Diario negro de su tristeza), su recuerdo público se diluía. Que es este nuestro país un lugar desagradecido con quienes no permanecen.
Pero llegó el 96 y la Real Academia y Olvidado rey Gudú para romper el silencio de casi veinte años. Y la plenitud de nuevo. Y el bosque protagonizó el discurso de la toma de posesión del sillón "K," el 18 de enero de 1998. Y el Premio Nacional de las Letras Españolas (2007). Y el Cervantes (2010). Y rozó el Nobel y el Príncipe de Asturias. Y eso que a ella los premios (que recibía entusiasmada) no le suponían un reto ni le daban dolores de cabeza. Porque no escribía para recibir premios, sino porque era incapaz de no hacerlo.
Murió en 2014, a los 88 años. Serena y cabal. Bella como sólo quienes viven en la infancia pueden serlo. Acababa de entregar a la editorial Destino su nueva novela: Demonios familiares, su obra póstuma.
El libro de Ana María Matute con textos de Jorge de Cascante repasa en más de 500 páginas a todo color la vida y la obra de nuestra grande. Una joya encuadernada en tela azul que amaremos todos los devotos de Ana, de su personal universo, de su prosa magnética, de la magia de sus palabras, de su legado inmarcesible.
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