En una nota del año 1992, titulada La lección de El conde de Montecristo el escritor español Arturo Pérez Reverte dice sobre la obra que Alejandro Dumas publicó entre 1844 y 1846: “Hay novelas de las llamadas populares que conocen un curioso destino: escritas con un objeto, terminan convirtiéndose, a pesar incluso de la intención del autor, en símbolos, en banderas de algo”.
Es por eso que, tal vez, la novela de Dumas padre haya pasado a la historia de los clásicos como una obra sobre la venganza: alguien sufre una injusticia y años después regresa para ajustar cuentas con los culpables de su infortunio. Y sí, bien podría afirmarse que el escritor francés ideó esta trama por entregas para satisfacer el creciente gusto de los lectores de la época por las andanzas, vicisitudes y remontadas de sus héroes favoritos. Pero también es posible constatar, casi dos siglos más tarde, que entre las más de mil páginas que recogen las correrías de Edmundo Dantés subyace una interpretación mucho más profunda.
Es por eso que, tal vez, este marzo de reclusión forzosa que nos ha regalado 2020 sea un excelente momento para releer —o descubrir quienes aún no la han leído— esta inmensa obra de ficción que nos ofrece además una serie de lecciones para no sucumbir ante la desesperación en épocas de crisis y pérdida de libertad.
En primer lugar, por las dimensiones de la novela cuya lectura requiere un tiempo considerable, que ahora tenemos a espuertas. La última traducción al español —por José Ramón Monreal—, publicada por Navona en 2017, consta de 1296 páginas y se ajusta al texto determinado por Claude Schopp para la colección Bouquins, del editor Robert Laffont, en 1993. Se trata de una edición puesta al día y revisada por el especialista francés que corrige varias inexactitudes cometidas por Dumas.
Hay que tener en cuenta que, en los tiempos Alejandro Dumas, El conde de Montecristo se fue publicando en forma de folletín entre 1844 y 1846 en el Journal des Débats. La edición por entregas era entonces una práctica muy habitual y muy bien acogida por los lectores amantes del género. De ahí la existencia de las diversas incoherencias en el texto original.
En segundo lugar, porque su contenido, al margen de la ficción y las escenas que rozan lo inalcanzable (la fuga de la prisión, la existencia de un tesoro oculto, contrabandistas políglotas, los trucos y trampas que elude Dantés…), el lector conecta con Dantés desde las primeras páginas. Y esto es importante porque la identificación con el protagonista acaba en una simbiosis absoluta. El lector no sólo siente simpatía, no sólo empatiza, no sólo se reconoce en Dantés: se convierte en él. Es entonces cuando comienza a experimentar en carne propia la barahúnda de sentimientos que atraviesan la novela.
Drama, envidia, cobardía, traición, ambición, poder, corrupción, venganza, delirios, desesperación… Y también amistad, lealtad, devoción, ética, razón, capacidad de perdón, generosidad. Todas esas emociones humanas galopan sin tregua por una novela también repleta de estereotipos, que refleja el sistema político, financiero y social de la Francia decimonónica. Tan ruin e hipócrita como el patrio de siglo XXI, igualmente desbordado de egos miserables, mediocridad y trapacería.
Así llegamos a la tercera gran razón por la que en estos momentos de privación de libertad, El conde de Montecristo nos ofrece un proyecto casi infalible para combatir el desaliento, afrontar el dolor, reflexionar y atar cabos, racionalizar la impotencia, la lucha interna (cada uno sabe lo suyo) y, por encima de todo, a recuperar el tiempo como espacio de vida y devolverle el latido regular a esta arritmia temporal sobrevenida, a toda esta madeja de silencios y emociones tóxicas. “El cautiverio en compañía es menos cautiverio”.