Cuando John Updike (Reading, Pensilvania, 1932 - Beverly Farms, Massachusetts, 2009) escribió Brasil ya había convertido en símbolo de la clase media americana a su famoso personaje Harry Conejo Angstrom. La tetralogía que comenzó en 1960 con Corre, Conejo, corre le valieron sus dos Pulitzer: el de 1982 por Conejo es rico (1981) y el de 1991 por Conejo en paz, publicada en 1990. Entre medias, en 1971, según el autor a causa de un periodo de esterilidad creativa, publicó El regreso de Conejo.
Sin embargo, Brasil nada tiene que ver con el habitual azote del autor al llamado sueño americano, con todas sus connotaciones patriarcales, matrimonios infelices, putas e infidelidades. Salvando algunas salpicaduras argumentales y temas recurrentes como las relaciones entre padres e hijos, la novela traspasa todas las fronteras físicas y las barreras puritanas del círculo estadounidense. De hecho, absolutamente todos los escenarios se suceden el vasto país carioca: desde la playa de Copacabana donde los protagonistas inician un idilio eterno impregnado de notas wagnerianas, hasta las profundidades de las junglas brasileñas del Mato Grosso, pasando por Sao Paulo, Brasilia y Río.
John Updike estudió literatura inglesa en Harvard, se licenció en arte en Oxford, compartió confrontaciones sociales y pódium y realismo literario con Philip Roth, Tom Wolfe, Saul Bellow o Norman Mailer. También David Foster Wallace lo incluyó en el selecto club de los GMN (Great Male Narcissists), es decir, los Grandes Varones Narcisistas que dominaron la ficción realista de la posguerra y del que también formaban parte Roth y Mailer. Siempre según Foster Wallace, Updike sólo tenía dos preocupaciones (el sexo y la muerte) que materializaba en personajes masculinos básicamente iguales: Rabbit Angstrom, Dick Maple, Piet Hanema, Henry Bech…, un alter ego del autor, escribía en The Observer.
Ciertamente en Brasil, el sexo y la muerte sobrevuelan toda la trama de la obra; lo que ya dudo mucho es que Tristao Raposo, el chico negro y chulesco que la protagoniza, pertenezca a ese tipo habitual (narcisista, solipsista, autocomplaciente, erudito y solitario). Puede que al final, su evolución personal le acerque a tal definición, que sin duda es mucho más propia de los otros dos hombres de la vida de Isabel: su padre y su tío. Aunque como secundarios, ambos juegan un papel definitivo tanto en el desarrollo de los acontecimientos como en la rebeldía espiritual la gran heroína de la historia.
Ignoro si hay algo de autoficción en la figura de Salomao, el padre de la protagonista. Sí hay pasajes sórdidos y escenas de un erotismo sublime; hay amor de ese infinito, pero no romántico. Al contrario, el relato de pasiones es a veces brutal, cruel, salvaje. Y en cuestión de estilo, pocos autores han sido capaces de narrar con tanta belleza poética, de llevar las letras al detalle, de describir escenas impactantes: “Fijaron la mirada en la pistola de Virgilio, cuya culata asomaba de la funda como la parte trasera de un animal que se zambullía en su madriguera”.