Fue en 1932 cuando la editorial norteamericana Blue Ribbon acuñó el término pop-up books para denominar a esos libritos con elementos móviles que tanto gustan a los niños. Sin embargo, el origen de los libros desplegables se remonta al siglo XIII. Mucho antes de iniciar su reconversión en productos destinados a la infancia. Raros y extraordinarios, así son, en todas las acepciones estos precursores del pop-up, explica Gema Hernández Carralón, la comisaria de la exposición que sobre estos singulares libros acoge la Biblioteca Nacional.
No existía la imprenta. El grueso de la población no sabía leer ni tenía acceso a la cultura. El género infantil era pura ciencia ficción. La técnica una quimera. En una época en la que magia y superstición eran conceptos difícilmente disociables, el ingenio de ciertos autores supera lo imaginable. Y sin duda un ejercicio de imaginación extraordinario. Aplicados a diferentes disciplinas del conocimiento, los libros saltarines nacieron con un fin: facilitar el aprendizaje mediante la interacción.
La exposición Antes del pop-up. Libros móviles antiguos en la Biblioteca Nacional aborda la historia de tan escurridizas producciones. Una historia pendiente de elaborar cuyo estudió no comenzó hasta 1979. Infinidad de factores han dificultado la localización de estos ejemplares tan bellos como frágiles. Pero también la complejidad del montaje contribuye al mantenimiento del enigma de su origen y ubicación. Así como las dificultades de producción en un tiempo en que la impresión apenas veía la luz.
A través de seis secciones, la Biblioteca Nacional pasa revista a los principales hitos del libro tridimensional. Desde los comienzos, con la obra de Ramón Llull a la cabeza y una colección de ephemera que resume las técnicas de encuadernación hasta el siglo XVIII —las solapas y las volvellae (del latín, volvere, girar) o ruedas—, hasta los más actuales libros de artista. También las temáticas: religión, anatomía, astrología, filosofía, arquitectura. Curiosidades entre las que destacan el considerado primer libro de emblemas jesuítico, Veridicus Christianus, de Jan David, cuya ruleta refuerza el carácter bibliomántico de los libros de emblemas. O la Confession coupée, del franciscano Leutbrewer, que ahorraba al feligrés los rubores del sacramento con un sofisticado sistema de solapas donde elegir entre 900 pecados.
También maravillas como Tratado de astrología del Marqués de Villena o el Catoptrum microcosmicum (1619) de Remmelin ponen de manifiesto la magnitud y laboriosidad de ciertas obras y el carácter didáctico de las mismas. Aunque son la astronomía y la navegación las temáticas que animan el mayor porcentaje de estos libros entre los siglos VXI y XVIII, más novedosos por sus grabados móviles que por su contenido.
Hasta el 11 de septiembre en la Biblioteca Nacional (Madrid).
Galería de imágenes
-
1
-
2
-
3
-
4
-
5
-
6
-
7
-
8
-
9
-
10
-
11
-
12
-
13
-
14
-
15
-
16