Hasta 2014 nadie volvió a hablar de Lucia Berlin. Nadie supo nada de su prosa vehemente y descarnada ni de su vida en Juneau (Alaska), Idaho, Kentucky y Montana. El Paso (Texas), Chile, Nuevo México, California y Colorado también fueron testigos de una existencia azarosa, escenarios y momentos que ella fue traduciendo al papel como quien narra milagros.
Lucia Brown Berlin nació en la capital de Alaska en 1936. Su padre era un ingeniero de minas que paseó a la familia por distintos yacimientos hasta que se fue a la guerra en el 41. Ella quería ser escritora. O periodista. Fue a la universidad. Aprendió varios idiomas. Era culta e inteligente. También un desastre. A los 32 se había casado y divorciado tres veces. Crio sola a sus cuatro hijos, se juntó con lo peorcito de la beat generation. Escribió sobre la miseria, la marginación, la violencia, las jeringuillas y los trapicheos fronterizos. Lejos de recrearse en sus desgracias y convertir todo ese caos en un canto al victimismo, tuvo la elegancia de construir una obra repleta de humor y ternura.
No es que sea tierna escribiendo. En cierto modo es maligna. Sus letras te envuelven. Da igual lo sórdido del entorno, la cochambre de los personajes. Lucia Berlin es capaz de llevarnos de la mano de la ironía moderada a lugares infames. Y lo hace como con gracia. Como si fuera divertido acompañarla. Pero cuando estás en lo mejor de la aventura, se larga. Y ahí te deja, tirado, intentando cerrar los ojos para no ver lo que te ha puesto delante. Quieres huir, pero no puedes. Ya es tarde para desandar el camino. Te ha abandonado al borde del precipicio de la desolación y debes seguir solo.
Sus historias de adicción y viajes hacia el abismo se inspiran en su propia experiencia, en sus recuerdos, sus descensos en picado, sus resurrecciones salvajes. Semejante desfile de devastación, jazz, suicidios, tuberías que chorrean, estaciones desoladas, maridos yonquis, presos desahuciados y niños que esperan su cuento antes de dormir no lo conocimos hasta una década después de su muerte.
La mayoría nos preguntamos los porqués de ese olvido tan injustificado.
“Una vez me contó una historia de una beca de escritura que le concedió el National Endowment for the Arts (NEA). La usó para viajar a París, se fundió todo el dinero y no escribió una sola palabra. Más adelante, mandó una carta de agradecimiento a la NEA contando todo lo que había hecho con el dinero: de todo salvo escribir. Por supuesto, luego hizo una broma sobre no volver a ganar nunca más otro premio”. Seguramente por razones como esta, cree la que fuera una de sus mejores amigas, Elizabeth Geoghegan, la ficción de Lucia anduvo tanto tiempo enterrada. Así lo expresaba en un texto publicado en The Paris Review.
Fue su amigo Stephen Emerson quien recuperó parte de su literatura, después de rescatarla a ella de sí misma, del alcohol, los vaivenes, la desidia y la sordidez. Fue él quien le consiguió una plaza como profesora en Universidad de Colorado en 1994. Ya no bebía ni visitaba centros de desintoxicación. Allí, en ese lugar rebosante de veganos, deportistas y gente sana —¡qué ironía!—, vivió una década, enganchada a una bombona de oxígeno al final. Circunstancia que no le hizo abandonar los cigarrillos, el único vicio que conservó hasta la última bocanada. Hasta su última y mágica sonrisa. Hasta el último destello azul de su mirada.
La editorial Farrar, Straus & Giroux se encargó de la primera recopilación de sus relatos en Manual para señoras de la limpieza. La española Alfaguara se hizo eco del éxito, prologado por Lydia Davis y traducido por Eugenia Vázquez Nacarino, que editó en 2016. Una noche en el paraíso completa, por ahora, el compendio de la obra de la escritora norteamericana, también publicados por Alfaguara a finales de año pasado.