Amélie Nothomb fotografiada por ©Daniel Mordzinski
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Descifrando a Amélie Nothomb

Descifrar el universo literario de Amélie Nothom implica escarbar en lo más profundo del alma humana con todo el placer y el terror que tal introspección provoca.

Se levanta a las cuatro de la mañana, se prepara un litro de té muy cargado y se sienta a escribir durante cuatro horas. Lo hace a mano, sobre papel reciclado, todos los días del año, sin excusas ni excepciones. Es una cuestión de supervivencia, “para soportar la vida. Y para soportarme.” Tal afirmación podría hacernos creer que se trata de una persona huraña y melancólica. Pero no. Amélie Nothomb es un ser casi etéreo, sublime, cordial. Supera su timidez con la elegancia aristocrática heredada de su padre, sin perder jamás su misterio provocador.

Prolífica, brillante y mordaz, la escritora belga es además una tecnófoba redomada. No tiene ordenador ni teléfono móvil, tampoco televisión; no sabe conducir ni le interesa lo más mínimo; ningún artilugio mecánico o tecnológico cabe en ese universo poético, extravagante, existencial, que lleva convirtiendo en novela desde que tiene memoria. Y es que toda su literatura, salpicada de apuntes autobiográficos, se nutre de vivencias personales. La belleza y la fealdad, ambas extremas siempre, son protagonistas de un imaginario creativo donde conviven con el miedo, la identidad, el desarraigo, la muerte, las fronteras, las diferencias culturales, el amor y su peculiar relación con la comida. Como si tal cosa fuera sencilla.

Descubrí a Amélie Nothomb gracias a una fotografía. La literatura y el arte de retratar navegan a menudo por las mismas aguas, sobre todo cuando un tal Daniel Mordzinski anda por medio. Posaba junto a una tumba en el cementerio de Montparnasse —eso lo supe después—, vestida de negro y un paraguas invertido de color marrón en la mano. No sé si fue mi propia fascinación por los camposantos o su sonrisa enigmática pintada de rojo lo que me hizo detenerme frente a ella mucho antes y mucho más rato que ante las demás fotografías de la exposición. Después ya no tuve más remedio que obedecer a mi instinto. Así fue como cayó en mis manos Mercure. Un extraño ejemplar publicado en 1998 que reúne todos los ingredientes del romanticismo gótico, los paisajes grisáceos de la costa normanda en el mes de marzo y el ambiente asfixiante de la isla de If.

Amélie Nothomb nació en Kobe (Japón), el 13 de agosto de 1967. Pasó dos años —los primeros de su vida— sumida en el más absoluto silencio. Durante ese tiempo entre su hermana Juliette y ella se tejió una trama indestructible que desgranó meticulosamente en Metafísica de los tubos. El trabajo paterno, diplomático belga, hizo que creciera entre China, Birmania, Bangladesh, EEUU… con la sensación de no ser de ningún sitio. Aunque ya sabía que era belga, lo supo desde que probó el chocolate, aún desconocía su significado. A Europa llegó con 17, un libro de Rilke (Cartas a un joven poeta) bajo el brazo, una anorexia latente y un sinfín de disfunciones alimentarias. Todo aquello lo diseccionó años después, con su habitual lenguaje descarnado e implacable, en Biografía del hambre.

Higiene del asesino (1992) fue su primera novela publicada. Tenía 25 años. Desde entonces, las librerías francesas saben que es 1º de septiembre cuando aparece en sus estantes un nuevo libro de Amélie Nothomb. Siempre es así. Forma parte de su personal ritual literario: escribe cuatro novelas, elige una de ellas. Ni siquiera el editor sabe cuál será. Las tres restantes se acurrucarán ¿para siempre? en el cajón de sus inéditos.

Riquete el del Copete es la última —la vigésimo quinta—, presentada en España hace un par de meses o tres. En ella Nothomb traslada al mundo actual el cuento homónimo de Charles Perrault. En forma de sátira alegórica, sacude los cimientos de los estereotipos sociales al tiempo que construye una historia de amor, un milagro con final feliz, con todos los ingredientes de esos clichés —ella es así de paradójica—. Es también una oda a la diferencia, al aplomo y la contemplación.

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