No tendría yo más de 8 años cuando, una calurosa tarde de junio, mi padre apareció en casa con un pequeño paquete. Ya había acabado el colegio y yo danzaba de un lado a otro, aburrida, guerrera, fatigosa, deseando supongo emprender el inminente viaje hacia esos casi eternos veranos de antaño. ¡Un regalo! ¡Para mi!, gritaba emocionada entre un batir de palmas inquieto y un rasgar de papeles y lazos cuando descubrí lo que escondía el envoltorio. Cuentos de la Alhambra se titulaba la sorpresa –una recompensa en forma de libro por los buenos resultados escolares– que no dudé un solo instante en convertir en tesoro.
Y ciertamente lo era –mi primer libro "adulto"; sin dibujos ni letras enormes, con párrafos tan largos que entonces me costaba un triunfo leer– no sólo por lo que supone, a tan corta edad, asociar la lectura al premio y la diversión, sino porque la obra en sí es una auténtica joya, ilustrada con delicados grabados de época que muestran todo el encanto del paisaje de esa romántica Alhambra decimonónica que Washington Irving, el autor del libro, tuvo el privilegio de habitar durante el año 1829, sirviéndole tanta belleza de inspiración para crear esta deliciosa novela mezcla entre libro de viajes, recopilación leyendas románticas y recorrido histórico por las tierras andaluzas.
Cuentan que Washington Irving tenía alma de artista. Sensible, soñador, algo caprichoso dicen, enamorado de la música, la ópera y el teatro, devorador de libros, amante de las tertulias, las quimeras y los viajes… Vamos, que la vida “reglada” no era para él, así que un buen día emprendió un recorrido infinito a lo largo y ancho de Europa que finalmente, y tras innumerables paradas e idas y venidas, le condujo hasta España. Madrid, Sevilla y Granada fueron su residencia durante casi cuatro años, pero el embrujo de la Alhambra, ¡cómo no!, conquistó su corazón irremediablemente.
Astrólogos, rufianes, soldados encantados, laúdes mágicos, princesas nazaríes, enigmas, tradiciones, cuentos, esbozos y leyendas cautivadoras recorren las páginas de esta bella novela cuyo escenario –patios, torres, estatuas, habitaciones, fuentes, jardines– no sólo invita a revivir una cultura misteriosa, fascinante y que, mal que les pese a algunos, forma parte de nuestra identidad, sino a sumergirnos en esos paisajes andaluces dorados por el sol donde el autor vivió “uno de los más deliciosos sueños de su vida”, mezclando dos mundos –hoy tan lejanos ambos– con una maestría solo imaginable cuando magia, poesía y delicadeza se funden en ese bellísimo todo misceláneo al que Irving sucumbió sin pensárselo dos veces.
Basta su despedida para comprender el homenaje del autor a la tierra granadina, el irresistible embrujo del Palacio de la Alhambra y el evocador encanto de los Jardines del Generalife:
Como de costumbre, los rayos del sol poniente derramaban un melancólico fulgor sobre las rojizas torres de la Alhambra. Apenas podía distinguir la ventana de la torre de Comares, donde me había sumido en tantos y tan deliciosos ensueños [...] “Me alejaré de este paisaje –pensé– antes que el sol se ponga. Me llevaré su imagen revestida de toda su belleza”. Luego de este pensamiento proseguí mi ruta entre montañas. Un poco más, y Granada, la vega y la Alhambra desaparecieron de mi vista.