“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”, escribía Miguel de Cervantes allá por el 1604 o quizás antes, pues fue a finales de aquel año cuando vio por primera vez la luz la gran obra de la literatura universal. Dos razones me empujan a evocar esta célebre frase. La primera, la inminente celebración del Día Internacional del Libro 2020. La segunda, la necesidad apremiante de recobrar una libertad cercenada a degüello en estos tiempos de reclusión forzosa, forzada.
Aunque el 23 de abril se consagra como Día Internacional del Libro en 1995, en homenaje a los dos grandes literatos de todos los tiempos, Cervantes y Shakespeare, en España la tradición se remonta a principios del siglo XX. Como todo lo que lleva sucediendo desde que el pasado 15 de marzo se decretara el Estado de Alarma, la celebración de este día va a ser, cuanto menos, atípica. Sin ceremonia de entrega del Premio Cervantes, sin rosas en las calles, sin tenderetes de libros ni firmas masivas la cosa pinta deslucida.
No obstante, al hilo de un verso del ganador del Cervantes 2019 —la libertad es una librería—, Joan Margarit, la fiesta del libro retoma con energía una de las metáforas literarias más nutritivas para aflojar, aunque sea de manera virtual, el rigor de las cadenas del confinamiento. Y es que los entornos carcelarios, las detenciones arbitrarias y los recortes de derechos fundamentales han sido y son una fuente de inspiración constante para escritores, junta letras y demás seres heridos por las circunstancias.
Cervantes estuvo cinco años encerrado en Argel. Era el año 1575. Regresaba a España a bordo de la galera Sol el ilustre escritor y soldado cuando fue apresada por los corsarios berberiscos. Le acompañaba su hermano Rodrigo quien también fue enviado a prisión. No los trataban muy bien en aquellas celdas inmundas, con menos hambre que ratas y esclavitud. Tal lustro de penoso cautiverio dejó profunda huella en su alma y, lógicamente, en su obra.
De aquellos polvos nacieron lodos maravillosos en forma de comedia —Los tratos de Argel y Los baños de Argel— y un cuento, El cautivo, que agregó a la primera del Quijote. “Y así, pasaba la vida en aquel baño (la cárcel), con otros muchos caballeros y gente principal, señalados y tenidos por de rescate. Y, aunque el hambre y desnudez pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos fatigaba tanto como oír y ver, a cada paso, las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los cristianos”, cuenta el hidalgo.
Ser “uno de los de rescate” le libró de la muerte las cuatro veces que intentó escapar —la última en 1579— sin éxito. Diez meses después, en septiembre de 1580, los trinitarios lo sacaron de allí a cambio de unos jugosos 500 escudos.
Claro que no fue esa la única vez que Cervantes visitó la cárcel. A finales del año 1594, tras una desafortunada misión financiera por el reino de Granada, don Miguel vuelve a prisión, esta vez en Sevilla. No es que allá tuviera internet ni comodidades. Pero fue durante su estancia en esa cueva (unos tres meses), donde toda incomodidad tiene su asiento, y donde todo triste ruido hace su habitación, y al albor de sus tratos con el lumpen carcelario patrio donde el genio español engendró su obra maestra. No gran cosa, cuentan los historiadores.Un simple boceto, una idea delirante. ¿Qué importa lo que fuere la semilla? A estas alturas sólo nos interesa el fruto.
También William Shakespeare experimentó las restricciones del aislamiento. No en la cárcel. Al bardo inglés le privó de libertad una pandemia: la peste bubónica que devastó Londres entre 1605 y 1606. El encierro shakespeariano fue igualmente productivo. Lejos de dejarse llevar por la frustración, el agobio, el tedio o el miedo el escritor aprovechó la cuarentena para parir dos de sus grandes dramas: Macbeth y El Rey Lear.
Los protagonistas del 23 de abril no son los únicos que escribieron en cautividad. Preso estaba Dostoievski, condenado a muerte por sus ideas políticas, cuando describió su angustia en Memorias de la casa muerta. De la prisión de San Casciano salió Maquiavelo con El príncipe bajo el brazo; y de la Reading, Oscar Wilde con De profundis. Miguel Hernández no volvió a disfrutar de la libertad tras ser encarcelado en el penal de Alicante. Allí, enfermo de tuberculosis comenzó el bellísimo Cancionero y romancero de ausencias, dedicado a su mujer, Josefina Manresa, y a su segundo hijo. No lo terminó.
Imposible, llegados a este punto, ignorar el libro de las pandemias por excelencia, El Decamerón de Giovanni Boccaccio, escrito en Florencia durante la terrible peste de 1348. La obra cuenta la historia de un grupo de jóvenes recluidos en una villa campestre para escapar de la enfermedad. Durante las tardes calurosas del verano florentino cada uno de ellos cuenta un cuento al día, excepto el fin de semana.
A las puertas de la fiesta del Día del Libro, no se ponga como excusa el encierro para no celebrar y disfrutar del único objeto del mundo que nos permite viajar encerrados, soñar despiertos, brincar, bailar, imaginar… Los libros son terapéuticos, más en tiempos de infección. Leamos. Sigamos leyendo.
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Imagen: ilustración de Fernando Vicente. Cervantes. Quijote moderno.